Puesto que toda la realidad está interconectada, las cosas no se limitan a ser lo que son, sino que en muchas ocasiones remiten a otras, las representan, las anuncian, las recuerdan, en una palabra, las significan. Por eso, cuando cumplen esta función, se denominan “signos”. Y esto no es algo excepcional. La realidad y, especialmente, la vida humana, está repleta de signos. Las palabras, habladas o escritas, son realidades físicas, sonidos o letras, “significantes”, que nos ponen en contacto inmediato con otras realidades, significadas por ellas.
También Dios se dirige a nosotros por medio de signos. Solemos imaginarnos los signos divinos como algo grandioso, en forma de cataclismos o acontecimientos cósmicos. Por eso, la idea de signo divino suscita con frecuencia temor y la tendencia a rechazarlo, a huir de él. Este temor puede estar provocado por nuestra mala conciencia y, entonces, se identifica con el miedo. Es el caso del perverso rey Acaz, que rechaza pedirle un signo al Señor. Pero Dios no pretende asustarnos sino, al contrario, suscitar confianza y, en el caso de Acaz, arrepentimiento. Por eso, frente a lo que solemos imaginar, sus signos son muy distintos de esas realidades catastróficas, sorprendentes y temibles. Hoy, por medio del profeta Isaías, nos ofrece un signo que puede parecer banal: la doncella está embarazada y da a luz un hijo. Y, sin embargo, por más cotidiana que nos parezca la escena, es un verdadero signo de la voluntad creadora de Dios, dador de vida. Y por medio de esta vida humana y recién nacida, nos dice que quiere hacerse cercano y accesible, quiere, literalmente, estar entre nosotros.
El problema de los signos es que hay que saber interpretarlos. Sin la clave de interpretación los signos se vuelven herméticos y, en vez de vehicular significado, lo ocultan, se convierten en enigmas. Recuerdo mi primer contacto vital con el alfabeto cirílico. Fue en 1993, tres años antes de venir a trabajar en Rusia (ni imaginar siquiera que sucedería algo así). Me encontré con otro claretiano en el metro de Moscú, sin tener ni idea de ruso ni entender los carteles en cirílico, y sin saber por dónde tirar. (Una misericordiosa mujer supo leer los signos de desconcierto en nuestro rostro, y nos indicó amablemente hacia dónde ir). Con voluntad y paciencia es posible descifrar esos signos enigmáticos, para que se nos vuelvan amables, significativos, reveladores de sus secretos.
También es así con los signos de Dios. Para poder descifrarlos y entenderlos hay que tener fe y una fundamental buena voluntad, la que le faltaba a Acaz y le sobraba a José. La situación que se encontró José era bien enigmática: desposado con una mujer, resultó que, antes de vivir juntos, ella estaba embarazada. Pero José era justo, con la justicia del Antiguo Testamento, que sabe descubrir los signos de la presencia de Dios. José no sospecha que María haya sido infiel (y decide cerrar los ojos y no cumplir la ley, que es lo que haría un justo), sino que, al contrario, percibe en ese misterioso embarazo un signo de la presencia de Dios, y lleno del verdadero temor de Dios, decide retirarse. José ha interpretado correctamente –con justicia– el signo de la doncella encinta. Pero precisamente ese temor, que es respeto ante la santidad de Dios y conciencia de la propia indignidad, hace que los signos se multipliquen. Por medio de ángeles y sueños Dios exhorta a José a no temer (que su temor no se convierta en miedo), a no retirarse, a acoger a María y hacerse cargo del niño que ha de nacer. José se pone al servicio de este proyecto de Dios, cuyos signos ha sabido ver y entender. Y, como los signos correctamente descifrados remiten a la realidad significada, José no se queda en los sueños, sino que pasa a la acción y ofrece su protección, y la cobertura legal que garantiza que el niño, nacido de una virgen por la fuerza del Espíritu Santo, sea reconocido de la estirpe de David, y sea finalmente el Emmanuel, el Dios con nosotros anunciado por Isaías.
Nosotros, los creyentes del siglo XXI, estamos llamados a descubrir en nuestro mundo los signos de la presencia de Dios entre nosotros. Es la fe la clave que nos ayuda a descifrar esos signos. Si Dios ha venido a estar con nosotros por medio del Emmanuel, quiere decir que hay signos de esa presencia. Y los hay: la Palabra de Dios, los Sacramentos, la Iglesia son signos reales de esa presencia. Pero, además, necesitamos la buena voluntad para soñar, para escuchar la llamada a no temer y a poner manos a la obra, a acoger, a servir. En virtud de la encarnación del Verbo, todo ser humano ha quedado constituido en signo de la presencia de Dios, por ser imagen suya. En cada ser humano vive Cristo. Y sucede con frecuencia que no somos capaces de descifrar esos signos que permanecen para nosotros escondidos como enigmas. Además de la fe y la buena voluntad necesitamos la sabiduría del amor, que nos hace salir de nosotros mismos y, como José, ponernos al servicio de nuestros hermanos, en los que sigue viviendo, sufriendo y muriendo el Emmanuel.
Por la fe y el amor no solo desciframos los signos de Dios, sino que nosotros mismos nos convertimos en signos vivientes del Dios que viene, cumplimos la misión que como creyentes hemos recibido: hacer que todos los gentiles respondan a la fe, para gloria de su nombre, y alimentamos así la esperanza de la humanidad.