Hablábamos la semana pasada de las esperanzas frustradas, porque hay muchas cosas en nuestro
mundo que nos hablan de su imposibilidad, de que los grandes sueños positivos no se realizan casi
nunca. Esto es especialmente frustrante cuando hemos tenido la sensación de que nuestras
esperanzas estaban a punto de cumplirse.
Podemos imaginar la angustia de Juan el Bautista en la cárcel, al que, después de anunciar la
inminente venida del Mesías, de reconocerlo en Jesús de Nazaret e, incluso, de bautizarlo en el
Jordán, le asaltaron las dudas y se preguntaba si no se habría equivocado. Tal vez sus propios
discípulos le comunicaban que Jesús se comportaba de un modo desconcertante. Por un lado,
hablaba con autoridad y realizaba signos poderosos que parecían confirmar que él era el Mesías
esperado; pero, por el otro, su modo de actuación no encajaba con lo que se esperaba del que había
de venir. Por ejemplo, no usaba su evidente poder con la contundencia que se podía esperar
especialmente contra los enemigos de Israel, o contra los que, dentro del mismo Israel, usurpaban
el poder. Muchos no podían entender que se negara a ser proclamado rey (cf. Jn 6, 15).
La pregunta de Juan el Bautista bien puede ser también la nuestra: ¿es Jesús el que tenía que venir,
o tenemos que esperar a otro? También nosotros podemos sentirnos a veces tentados de dudar
sobre el modo de actuar de Dios, que no siempre responde a nuestras expectativas.
Jesús no responde con argumentos, sino con hechos, que hablan de la presencia del Dios de la
vida: de curación, de restauración, de la proclamación de una Buena Noticia, un Evangelio, que
abre horizontes nuevos, especialmente a los pobres y a los que sufren.
¿Qué significa la exclamación final de Jesús?: “¡Y dichosos lo que no se escandalicen de mí?” Es
una respuesta a eso que suscitaba las dudas de Juan, de sus discípulos y de las nuestras. Porque
Jesús, hemos dicho, a veces nos desconcierta y escandaliza, nos parece que no usa adecuadamente
su poder, en el sentido de hacerlo más directo y efectivo contra las fuerzas del mal. Los judíos de
entonces, posiblemente incluido el mismo Juan y sus discípulos, y hasta los discípulos de Jesús (es
decir, nosotros mismos), esperaban y deseaban un modo de acción más contundente. Además de
anunciar, perdonar y curar, que a todos nos parece muy bien, nos gustaría alguna dosis de acción
directa contra lo que nos parece el mal y sus causas; lo que significa también algo de actividad
punitiva contra los malvados (los que nosotros consideramos así).
Pero Jesús no se aviene a esos deseos, que ya no serían “evangelio”, buena noticia, sino la
prolongación del viejo mundo, que, tras sus aparentes victorias, lo único que hace es aumentar la
enemistad, el enfrentamiento, la división y el odio.
Jesús nos llama a no escandalizarnos de un modo de acción que renuncia a toda acción punitiva, a
la destrucción del enemigo, que elige el camino empinado y la puerta estrecha de la entrega de la
propia vida para destruir no a los enemigos, sino a la enemistad. El cumplimiento de las promesas
mesiánicas por el que pregunta Juan se realiza por el camino difícil de la Cruz, que es lo que late
tras la llamada a no escandalizarse de él.
Resueltas las dudas, respondida la pregunta de Juan, Jesús realiza un encendido elogio del último
de los profetas. Dice de él que, sí, que es un profeta, pero que es más que un profeta. ¿Por qué?
Porque no sólo ha anunciado la venida del Mesías, como los otros profetas, sino que ha sido capaz
de discernir su presencia y reconocerlo en la persona de Jesús. Por este motivo, Juan es el más
grande de entre los nacidos de mujer. Un elogio así debió sorprender a los que lo escuchaban
(discípulos de Jesús, pero también de Juan el Bautista) porque el profeta del desierto y ahora en
prisión resulta ser a los ojos de Jesús más grande que Abraham, que Jacob, que Moisés, que David,
que Elías… Pero el mismo Juan había dicho que “viene detrás de mí uno que es más fuerte (más
grande) que yo”. Jesús, que, según dicen algunos, había sido discípulo del Bautista, es señalado
como ese que es más grande que él, y ante el que Juan debe disminuir y hacerse a un lado. Jesús
es el Hijo del Padre, el pequeño del Reino de Dios y, por eso, más grande que Juan. Y de esa
grandeza participan todos lo que aceptan a Jesús como el Mesías (también Juan, por tanto, más
que grande como ciudadano del Reino que como profeta que lo señala). Los pequeños del Reino
de los cielos participan, por un lado, del don profético de Juan, porque reconocen en Jesús al que
tenía que venir, al Mesías. Pero, por el otro, aventajan a Juan (en tanto que profeta y más que
profeta) porque se benefician de los dones del Reino: son los pobres a los que se les anuncia el
Evangelio, los ciegos que ven, los cojos que andan, los leprosos que han sido limpiados, los sordos
que oyen. Viven, vivimos, en el ámbito de la gracia: conocemos la buena noticia del Amor
incondicional de Dios Padre, vemos a Cristo en nuestros hermanos, caminamos al encuentro de
los necesitados, somos purificados de nuestros pecados, oímos la Palabra de Dios. Si Juan
predicaba en el desierto y vivía en condiciones extremas, los pequeños del Reino de los cielos
viven en las condiciones normales del mundo y, en ellas, se convierte en signos que hablan de la
presencia actual del Mesías entre nosotros. Ya no se trata de una acontecimiento que se conjuga
con verbos de futuro, como en el Profeta Isaías. Es un acontecimiento presente, pero que se da en
las condiciones de este mundo afectado por el mal y el pecado: por eso Santiago exhorta a la
paciencia, y Jesús nos pide no escandalizarnos de él, del escándalo de la Cruz. Pero en estas
condiciones, podemos gozar ya de las primicias de la resurrección, que se manifiestan en esos
ciegos que ven, esos cojos que andan, esos leprosos limpiados y esos sordos que oyen, y que hacen
partícipes a todos de esa vida resucitada por medio de las obras del amor. Y esta es la respuesta
que Jesús da a los discípulos de Juan y a todos nosotros: porque Él está ya entre nosotros, vivimos
ya según la ley del Reino de Dios, la ley del amor, y “no tenemos que seguir esperando”