Comienza el tiempo de Adviento, la preparación a la venida del Señor. Aunque sabemos que la
Navidad será el 25 de diciembre, conviene que no olvidemos las palabras de Jesús: “a la hora que
menos penséis, viene el Hijo del hombre”. No es algo que podamos planificar a nuestro antojo.
Dios no se deja programar ni manipular por nosotros. Su venida es un acontecimiento de gracia,
un don inmerecido y, por tanto, es algo que, aunque largamente esperado, sucede como por
sorpresa y cuando menos lo pensamos. Y, por ello, como nos dice Jesús, tenemos que estar
permanentemente preparados, vigilantes, en vela, para que, si viene, podamos reconocerlo y
acogerlo, para que no pase de largo a causa de nuestra indiferencia, y, como nos advierte hoy, nos
deje, y no nos lleve consigo. Con esta expresión, “llevarnos consigo”, no debemos entender solo,
creo, el llevarnos de este mundo, sino también ese ir en pos de él que ya sucede en este mundo,
cuando vivimos en su seguimiento. Jesús empieza a “llevarnos” cuando dirigiéndose a nosotros
nos dice “sígueme”.
Algo así sucedió ya en su primera venida, la que conmemoramos en la Navidad. Algunos lo
reconocieron y lo siguieron, mientras que muchos otros se quedaron en el viejo mundo, porque no
fueron capaces de reconocerlo y escuchar su Palabra. Y, en realidad, esta dinámica sigue siendo la
misma a lo largo de toda la historia: aunque celebramos litúrgicamente la Navidad en determinada
fecha, de manera viva y existencial Jesús viene a nosotros de muchos modos inesperados, y nos
puede pillar impreparados.
Y esto es tanto más así, si consideramos no solo su primera venida, de la que al menos sabemos
cuándo fue (por eso podemos celebrarla), sino también la segunda, que está completamente fuera
de nuestro control. El tiempo de Adviento, que mira a la primera venida en la humildad de la carne,
empieza, sin embargo, llamando nuestra atención sobre la segunda, cuando “vendrá con gloria”
(Mt 25, 31). Es importante subrayar esta expresión: la gloria. Porque solemos vincular esta segunda
venida con un fin del mundo catastrófico, destructivo y siniestro. La verdad es que no tenemos ni
idea de cómo y cuándo será, pese a que tenemos la conciencia de la limitación temporal de nuestro
mundo. Hoy la Palabra de Dios nos habla de esa segunda venida (o fin del mundo) con tonos
fundamentalmente positivos: “al final de los días”, dice Isaías, no habrá destrucción, sino firmeza
(“estará firme el monte de la casa del Señor”), no habla de hundimiento del mundo, sino de
encumbramiento, no de dispersión, sino de convocatoria y confluencia de pueblos numerosos,
porque la Palabra del Señor no destruye, como la guerra, sino que reconcilia y pacifica: incluso las
armas (las espadas y las lanzas) se convertirán en arados y podaderas, en instrumentos de creación
y de paz.
Es verdad, sin embargo, que en ese fin de los días, cima y culmen de la historia, sí que habrá cosas
que pasen y perezcan. Pero no porque el Señor venga con ánimo destructivo, sino porque hay
cosas, valores aparentes, formas de vida que no pueden perdurar, porque no están enraizadas en la
fuerza creadora de Dios, y, por tanto, desaparecen por sí mismas. Entregarse a ellas significa vivir
en las tinieblas y permanecer en una especie de sueño.
Pablo viene hoy a sacudirnos de la modorra, a despertarnos del sueño, para que abandonemos ese
mundo de tinieblas, que es un modo de vida entregado sólo a disfrutar sin freno, convirtiendo las
necesidades vitales (comer, beber, casarse y tener hijos, también disfrutar honestamente de la vida
que Dios nos ha dado) en comilonas y borracheras, lujuria, riñas y pendencias, y que se precipitan
a su propia destrucción; despertar del sueño significa vivir en la luz, en el día que se echa encima,
poniendo manos a la obra, trabajar en este mundo (por el pan, por la familia, por la justicia y la
paz) para que cuando venga el Señor nos encuentre preparados.
También Jesús nos llama a hacer una elección. Es cierto que externamente tenemos que vivir como
todo el mundo, trabajar en el campo o en el molino, en esto o en lo otro. Pero podemos hacer esto
entregados por completo a lo pasajero, como si no hubiera un mañana, con lo que con facilidad el
comer y beber se convierten en comilonas y borracheras, y nos abocamos así a la perdición de lo
efímero; o podemos hacerlo “en vela”, poniendo esos bienes pasajeros al servicio de los bienes
superiores que no pasan, de la verdad, la justicia y el amor, porque sabemos que estamos en este
mundo de paso, y que vivimos en la esperanza de la venida del Señor. Es decir, vivimos
esperanzados, sabiendo que la muerte (nuestro particular fin del mundo) no es el final del camino,
sino solo el fin de los días en este mundo, en el que está firme el monte de la casa del Señor, al
que confluimos, porque el Señor viene a llevarnos a la plenitud de la vida, que es la comunión con
Dios Padre y la fraternidad con todos los seres humanos de todos los pueblos en el Hijo
Jesucristo. Una comunión y una fraternidad que, porque Jesús ha venido en la humildad de la
carne, empiezan ya en esta vida.