La esencia de la realeza está en que quien la encarna, la posee por derecho propio, sea por naturaleza, o por elección divina. El rey concentra en su persona el poder supremo, ocupa la cima de la pirámide social y todo y todos le están sometidos. Se trata de una extraordinaria concentración de poder, que es algo, reconozcámoslo, tremendamente atractivo. La historia nos enseña que los más acerbos críticos del poder, en realidad aspiraban a ocuparlo. El poder no es por sí mismo malo: es la posibilidad de tomar decisiones y realizar acciones, que pueden ser decisiones acertadas y buenas acciones. Pero en la concreción de nuestra historia, afectados como estamos por el pecado, el principal distintivo del poder humano es la capacidad de destruir y, por tanto, de infundir temor a los demás, a los que, de este modo, se trata de someter.
¿Existe una realeza verdadera? ¿Hay realmente gentes que tienen un derecho natural o divino a concentrar el poder y proclamarse reyes? El pensamiento político moderno ha criticado con dureza esta idea (no olvidemos que fueron los teólogos escolásticos de la Escuela de Salamanca los que, en el siglo XV, iniciaron esta crítica). Pero ya en tiempos remotos hubo quienes, de modo latente, sostuvieron tales ideas. Al menos así lo vemos en la Biblia. Aunque se atribuye a Dios la elección de David, son sus conciudadanos los que le piden que reine sobre ellos, pero no porque sea un ser superior, sino al contrario, porque es uno de los suyos: “hueso tuyo y carne tuya somos”. En todo caso, pocos son ya los que creen en el carácter natural o divino de la realeza. Pero esto no ha resuelto el problema del poder, de su carácter profundamente destructor (incluso si se considera legítimo) y del posible (y con tantísima frecuencia real) abuso del mismo.
¿Por qué, visto lo visto, le otorgamos a Jesús el título de rey? Precisamente, porque sólo él ocupa la cima de toda la creación por derecho propio. Lo proclamamos “rey del universo”, y no sólo de la sociedad de naciones. Y esto es justo, porque por su encarnación es parte de este universo, pero por su filiación divina es su autor, porque “por medio de Él se hizo todo, y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (Jn 1, 3). Jesús, por tanto, es Rey en sentido propio; pero, además, la gran diferencia con los poderes humanos, es que se trata de un poder creador, sólo benéfico, que da vida, y no es un poder destructor, que amenaza con la muerte.
Lucas lo ha dibujado con claridad trágica y meridiana. Los poderes de este mundo condenan a Jesús a muerte. Clavado en la cruz es el símbolo de la suprema impotencia. A los desafíos que le lanzan para que baje de la cruz, responde con el silencio. Aceptar el desafío significaría entrar en el juego de esos poderes destructivos, en los que el ser humano ha convertido el poder benéfico que él ha recibido de Dios. En su impotencia Jesús está mostrando ese otro poder, el poder supremo que hace de él el verdadero rey del universo, aunque ahora su trono sea paradójicamente la cruz, un instrumento de muerte. Pero el de Jesús es el poder de dar vida, y eso es lo que está haciendo: entregando su vida por completo, para sacarnos del dominio de las tinieblas y trasladarnos a su reino de vida. Expresión fundamental de este poder creador de Dios es su poder recreador, el poder del perdón.
El diálogo de los dos condenados junto a Jesús es una expresión extrema de nuestras actitudes cotidianas ante el poder de Dios. El ladrón que lo insulta representa la elección de los poderes destructores de este mundo. Cuando nos va mal, sea de modo merecido, como en este caso, o no (como sucede tantas veces con las víctimas inocentes), podemos reaccionar acusando a Dios, increpándolo porque no nos ayuda como nosotros queremos, sometiéndose a nuestra voluntad. El otro reconoce su pecado, acepta su destino y pone su confianza en Dios. Sus palabras son un modelo perfecto de oración. Jesús responde sólo a las palabras del segundo, acoge su oración, y, como dice Pablo, lo traslada a su reino.
Todos somos un poco los dos ladrones. A veces nos rebelamos contra Dios, lo acusamos de nuestros males o, al menos, de no ayudarnos como queremos, pretendiendo manipularlo para que se ponga a nuestro servicio. Pero podemos convertirnos en ese buen ladrón, que confiesa, ora y confía. Si nuestros males son merecidos, podemos identificarnos con el buen ladrón y orar como él. Si no lo son (porque somos víctimas de la maldad ajena o de las limitaciones de la naturaleza), podemos descubrir que Jesús padece a nuestro lado, porque ha hecho suyos nuestros males, para enseñarnos el poder del amor de Dios, y hacernos partícipes del mismo. Participando de este poder benéfico de Dios, poniéndolo en práctica por medio de las obras del amor, la misericordia y el perdón, nos hacemos ya en este mundo ciudadanos de ese reino y, es más, nos convertimos nosotros mismos en reyes, miembros del cuerpo del Rey del Universo.