Desde tiempos inmemoriales la Iglesia sitúa juntas, una detrás de otra, estas dos fiestas: la
solemnidad de todos los santos y la conmemoración de todos los fieles difuntos. Una intuición que
viene de lejos ve un vínculo fuerte y profundo entre estas dos celebraciones o, si se quiere, entre
estos dos grupos objeto de nuestra atención, de nuestra reflexión. A primera vista, lo que unos y
otros tienen en común es, precisamente, que no los podemos ver, es decir, que están ausentes de
nuestra vida. Al celebrar su memoria lo que hacemos ¿no es justamente hacerles presentes con el
recuerdo? En realidad, hacemos mucho más que eso. Lo que hacemos es recordar (=dejar que
resuene en nuestro corazón) que esa ausencia no lo es del todo, que ellos siguen presentes en
nuestra vida mucho más de lo que nos parece. Pero vayamos por partes.
Los “santos” ¿quiénes son realmente? A veces nos parecen personajes de leyenda, gentes de otra
galaxia, si no física, sí moral o religiosa, pues las hagiografías tienden a resaltar lo extraordinario
y sobrehumano de su vida. Y, sin embargo, si la Iglesia declara “santos” a algunos lo hace, más
bien, en sentido contrario. Es verdad que al declarar santo a alguien se reconocen sus méritos. En
este sentido, todas las instituciones, las naciones, los partidos, las ideologías… tienen “sus santos”,
esto es, personas sobresalientes en los correspondientes ámbitos de actividad o en la particular
escala de valores de que se trate. Pero, en nuestro caso, no es eso lo más importante. Cuando la
Iglesia declara santo a alguien, primero lo “beatifica”, luego lo “canoniza”. “¡Vaya!, podríamos
pensar, la burocracia hasta en el cielo”. Pero esos dos pasos tienen sentido. Ser “beato” significa
ser feliz, bienaventurado. La Iglesia afirma con la beatificación que la persona en cuestión goza
ya de la bienaventuranza, de la plenitud de la comunión con Dios. Atendiendo al Evangelio del día
de hoy, caemos en la cuenta de que esa beatitud, es decir, felicidad, no es un “premio” que reciben
“después” los que han sido “buenos”… Esto es una caricatura de la vida cristiana. Jesús, que
anuncia que el Reino de Dios se ha acercado (precisamente, por medio de Él), nos está diciendo
que se puede ser ya feliz en esta vida, incluso en medio de dificultades y estrecheces. Y es que las
bienaventuranzas, que muchos consideran un autorretrato del mismo Jesús, hablan de la felicidad
que por medio de Él pueden experimentar los que tradicionalmente se han sentido desgraciados,
porque en Jesús, que comparte todas las limitaciones y los sufrimientos humanos, podemos
experimentar la preferencia que Dios tiene por ellos. Esto es, ya somos (o podemos ser), en cierto
sentido, beatos.
Y la canonización es una afirmación sobre esa persona pero dirigida a nosotros. Canon significa
regla, medida, modelo. El santo “canonizado” se nos propone como un modelo de vida digno de
ser imitado, como una forma válida y segura de seguimiento de Cristo.
En síntesis, los santos lo son por relación a Jesucristo, el único Santo. Y, además, el que sean
declarados santos significa que el ideal de vida que representa Cristo no es un imposible, algo que
está bien, tal vez, para contemplarlo, pero que es de imposible aplicación en la vida cotidiana. Los
santos, gentes como nosotros, nos enseñan que se puede vivir coherentemente (y ser feliz, beato)
según ese ideal.
Como sabemos hay muchos santos canonizados. Niños, jóvenes y viejos, mujeres y varones,
laicos, sacerdotes, religiosas, obispos, casados, pobres y ricos, humildes trabajadores y reyes…
Unos se dedicaron a la oración, otros a atender a los pobres, otros a anunciar el evangelio, otros a
cuidar de su familia, otros a la investigación y a la ciencia, otros a labrar la tierra… De esta manera
se nos dice que los caminos de santidad son muchos, que están abiertos a todos, que cada uno
puede tratar de caminar en el seguimiento de Cristo como mejor la convenga, y elegir los modelos
que más le gusten. Eso que decimos a veces, “no es santo de mi devoción”, es plenamente verdad:
no estamos obligados a imitar a todos, cada cual debe ver qué santo y que forma de espiritualidad,
de las muchas que propone la Iglesia, le cuadra mejor.
Vemos que esto de la santidad, más que un club exclusivo para elegidos, es una sociedad muy
democrática, abierta a todos. Y más si consideramos que lo dicho sobre los santos canonizados,
esto es, propuestos como modelos, no lo es todo. Si hay modelos es que ha habido y hay quienes
los han imitado. Aquí entran “todos los santos”, la multitud de aquellos que no han sido
canonizados pero han alcanzado, por alguno de los muchos caminos indicados, la meta: “una
muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua”. La
Iglesia insiste hoy, si es que nos hemos dejado llevar por la idea “legendaria” de la santidad, en
que ésta es para todos, y no sólo para personas hechas de una pasta especial. Y la razón, por fin,
es muy sencilla. Ser santo no es una conquista fruto de un esfuerzo ascético sobrehumano, sino un
don, es vivir en Cristo, y Él vive entre nosotros. Es el don de ser hijos de Dios: “Mirad qué amor
nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”; es ser hijos en el Hijo,
Jesucristo, es el don de vivir en Él ese mundo nuevo que porta en sí, que es el reinado de Dios, que
son las bienaventuranzas, el secreto de la felicidad verdadera. En una palabra, que, si nos sentimos
hijos de Dios (en el Hijo, Jesucristo), ya somos santos, aunque tengamos defectos.
Ahora entran en escena los difuntos. Pocos de nosotros habremos conocido a un santo canonizado.
Yo, por ejemplo, he conocido a san Juan Pablo II, mi padre conoció, porque era amigo de la familia
y solía ir a su casa, a san Pedro Poveda, mártir y fundador de la Institución Teresiana, y conozco
a gentes que han conocido y convivido con la madre Teresa de Calcuta, con algún beato mártir
claretiano de Barbastro, etc. Pero con los santos anónimos de aquella muchedumbre inmensa
seguro que, de un modo u otro,sí que nos hemos encontrado, aunque puede ser que no nos hayamos
dado cuenta del todo. De lo que no tenemos ninguna duda es de que personas de nuestro entorno,
queridas por nosotros, que han sido parte esencial de nuestra vida, ya no están con nosotros. Todos
llevamos en nuestra vida las heridas de la muerte, todos estamos referidos a esos ámbitos de
relación que han quedado mutilados y vacíos por la muerte, y que nadie puede ocupar, porque hay
personas que son insustituibles. Y esas “amputaciones” afectivas nos hablan de esa certeza
absoluta que tan pocas veces consideramos, pero que gravita sobre todos nosotros como una
nubecilla gris: todos tenemos que morir. Cada cual reacciona ante esta certeza a su manera (y esto
no depende sólo de que se sea o no creyente, tiene también un fuerte factor psicológico): con temor,
resignación, confianza, indiferencia… Pero ese recordatorio perenne y algo subconsciente nos
invita a pensar en que la vida humana es un misterio en el que se entremezclan dimensiones
paradójicas, inevitables e imprescindibles, pero entre las que a veces tenemos que elegir, y entre
las que necesariamente tenemos que establecer un orden de prioridad: lo caduco y lo permanente,
lo relativo y lo absoluto, lo que lleva a la muerte y lo que da vida. Es así. Hay cosas tan ligadas al
tiempo que no pueden no compartir esencialmente su carácter efímero y relativo: por ejemplo,
pasarlo bien siempre está ligado a un lugar y un tiempo; mientras que otras, pese a estar afectadas
por la caducidad temporal, aspiran a estar por encima de las condiciones del espacio y el tiempo:
el amor o la justicia tienen vocación de eternidad. Uno puede, efectivamente, entregarse a lo
caduco de la vida, apurar sus posibilidades, vivir sólo para sí, acumular cosas, puede, incluso, en
el caso extremo, estar dispuesto a despojar a los demás (de sus bienes, incluso de su vida) para
asegurarse una vida mejor que, sin embargo, no dejará de ser efímera y acabará consumida por la
voracidad del tiempo. O puede, por el contrario, tratar de dar vida aun a costa de perder algo; puede
uno no servirse de los demás, sino servirlos, y servir en ellos a aquellos valores superiores por los
que merece la pena entregar la propia vida. Lo decía hermosamente el filósofo E. Mounier: “la
persona no alcanza su madurez hasta el momento en que pone su vida al servicio de valores que
valen más que la vida”.
Estos valores que existen, y a los que muchos (sabiéndolo o no, creyentes y no creyentes) sirven
con corazón sincero, son signos de una vida superior a la que todos estamos llamados. Esa llamada
se ha hecho patente en Cristo que, aceptando nuestra misma muerte se ha solidarizado con
nosotros, y al resucitar le ha quitado su poder, haciendo de la muerte lugar de encuentro con Dios.
Al celebrar esta memoria de los fieles difuntos afirmamos que nuestros vínculos con ellos no están
muertos, que podemos mantenerlos y, en cierto modo, sentirlos. Nuestra solidaridad con ellos y
nuestra responsabilidad hacia ellos se expresa de modo especial en esta conmemoración, en la que
oramos por aquellos difuntos que están en un estado intermedio de purificación por sus pecados,
el purgatorio. No podemos saber exactamente de qué se trata. Pero sí que podemos tener la certeza
de que, en primer lugar, esa purificación empieza ya en esta vida, en la medida en que tratamos de
superar el egoísmo en nosotros y, en segundo lugar, que la misma muerte es purificadora. Podemos
entender la muerte como un fuego purificador, que consume todo lo que en nuestra vida se haya
construido con materiales efímeros (madera, heno o paja), mientras que atraviesa incólume las
llamas todo lo que hemos construido con materiales imperecederos, como el oro, la plata o las
piedras preciosas. Ese fuego purificador es el mismo Jesucristo, que se ha hecho presente en la
vida humana y, en consecuencia, también en su muerte. Y es que realmente la opción de vida del
hombre se hace definitiva con la muerte, por la que comparece ante el Juez de todos (cf. 1 Cor 3,
12-15; Spes Salvi 45-46).
Tras la muerte ya no “hay tiempo”, al menos tal como lo entendemos en esta vida, pero creemos
que sí hay purificación. Por eso tiene sentido orar por aquellos que han muerto y, tal vez, están en
ese período. Esa oración es una forma real y eficaz de comunicación con nuestros difuntos. Y,
además, como creemos que el proceso de purificación se realiza en Cristo (participando de su
muerte) y que los que han alcanzado la meta están también en Cristo (que es la verdad, la luz y la
vida), nosotros que estamos en camino (y Cristo mismo es camino), podemos sentir o saber que
nuestros difuntos están cerca de nosotros, pues están en Cristo, que vive en medio de nosotros.
Aquella intuición que “viene de lejos” a la que aludíamos al principio, ahora está claro de dónde
viene: de la primera generación cristiana, de su experiencia de la muerte y resurrección de Cristo,
y es una intuición que, como vemos, sigue operando entre nosotros.