Dice el libro del Eclesiástico que Dios es justo y no puede ser parcial. Pero, en realidad, se puede
decir que sí que es parcial, pero a favor del pobre, del oprimido, del huérfano y de la viuda, pues
escucha sus gritos con mayor atención que los gritos (los ruegos o las exigencias) de los
satisfechos. Seguimos hoy con la meditación sobre la oración, que Jesús inició ya el domingo
pasado. Si entonces aludió a un juez injusto que acabó haciendo justicia, aunque por motivos
torcidos, ahora Jesús Ben Sirá nos avisa de que Dios atiende a los gritos del pobre por medio del
juez justo. El domingo pasado Jesús nos hizo pensar sobre esa respuesta que, según Él, Dios hace
sin tardar a los que gritan día y noche. Nos hace pensar, porque nos parece con frecuencia que las
cosas no son así.
En realidad, la verdadera cuestión es, no si Dios responde o no, sino qué le pedimos y también
cómo lo hacemos. Solemos pedir que nos saque de apuros, que nos dé salud o que se la dé a
personas queridas que están enfermas. Y es en estas peticiones donde se produce la sensación de
que Dios está como sordo. De todos modos, si lo pensamos bien, no podemos hacer de nuestra
oración de petición un talismán de nuestros problemas. Nuestra existencia es temporal y sabemos
que no vamos a estar en este mundo eternamente; ni siquiera es algo deseable: “vivir siempre, sin
un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable. Tampoco la tierra ha sido
creada con esta perspectiva” (de vivir ilimitadamente), dice Benedicto XVI en Spe salvi (10 y 11).
Pero tiene sentido pedir la salud (como lo tiene pedir por el pan) puesto que la vida misma es un
don. Pero esta vida terrena es solo la primicia y el camino a una vida superior, a la que estamos
llamados. Y nuestra oración por la salud, el pan o el bienestar deben mirar en esa dirección. Cuando
oramos por la salud de alguien que finalmente muere, no está dicho que esas oraciones no han sido
escuchadas. Ya sabemos que Jesús oró que pasara de Él el cáliz de la Pasión y la respuesta del
Padre fue, no eso, sino la Resurrección de los muertos, que en Cristo se nos ofrece a todos. Por
eso, en nuestra oración debemos tener siempre presente esa dimensión (la vida eterna) a la que
estamos llamados. Y es posiblemente este olvido el que nos produce la sensación de no ser
escuchados.
La parábola del Evangelio de hoy es, a este respecto, altamente significativa. En ella Jesús nos
enseña sobre lo que debemos pedir (y sobre lo que no), y cómo debemos hacerlo. Cuando pedimos
el perdón de nuestros pecados, Dios nos responde inmediatamente, sin tardar. Porque son nuestros
pecados los que nos cierran el camino a la vida eterna, que es la plenitud del amor: por eso nuestros
pecados nos cierran también a nuestros semejantes. Si el pecado anticipa el infierno, el perdón de
Dios anticipa ya la vida eterna y feliz. Pedir perdón es reconocernos pobres, como los que se ganan
la parcialidad benevolente de Dios en el libro del Eclesiástico, y por eso requiere una actitud
humilde, como la del publicano de la parábola.
Mientras que el fariseo, que fue al templo a presumir de sus muchos méritos y virtudes, y oró con
un tono altivo y orgulloso, despreciando al publicano, mostró con su actitud y su oración que
estaba instalado cómodamente en este mundo y no tenía mucho interés en moverse hacia la vida
superior: se justificaba a sí mismo, y venía a decirle a Dios que no necesitaba ni de su justicia, ni
de su misericordia, ni de su salvación.
Pablo, que procedía del fariseísmo, parece en la carta a Timoteo que se jactaba del camino
recorrido. Pero, en realidad, sus palabras lo sitúan cerca del publicano, porque se muestra
completamente abierto a esa vida superior, para la que está a punto de partir. Presenta su vida
como un combate por la fe, que no solo ha mantenido, sino que ha difundido por todo el mundo,
y gracias a la cual recibe la corona merecida del juez justo, Cristo Jesús que, con la parcialidad de
Dios, con los méritos de Cristo, no con los propios, ofrece a todos los que tienen amor a su venida,
librándonos del mal (de todo pecado) y llevándonos a su reino.