La oración perseverante y la fe firme. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 29 del tiempo ordinario

“A Dios rogando y con el mazo dando”. El viejo refrán castellano parece cumplirse literalmente en este pasaje del libro del Éxodo. Moisés ora con los brazos en alto, y esta oración es la causa de la victoria de Israel sobre sus enemigos. Pero ese auxilio divino no le ahorra el esfuerzo de la oración, que tan penosa es que requiere de la ayuda de otros; ni libra a los guerreros de presentar batalla.

Nosotros, que le pedimos a Dios que nos libre del azote de la guerra, podemos este refrán y la verdad que contiene en un sentido menos bélico, más centrado en los valores cristianos, en la batalla espiritual que todos libramos. Para ello, nos volvemos a la enseñanza de Jesús sobre la oración que nos dirige hoy. Jesús exhorta a sus discípulos a “orar sin desanimarse”. Se ve que, pese al ejemplo que recibían del mismo Jesús, que se retiraba con frecuencia a orar, y que les (nos) enseñó la preciosa oración del Padrenuestro, estos discípulos de primera hora, igual que nos sucede a nosotros, solían desanimarse y desistir de orar.

Este desánimo se explica por varios motivos, que todos posiblemente experimentamos con frecuencia. En primer lugar, la vida de oración es en verdad esforzada. Igual que a Moisés le pesaban los brazos, igual que Jesús tenía que prescindir del sueño para poder orar, también a nosotros nos cuesta prescindir de parte de nuestro precioso tiempo, solicitados como estamos por tantas urgencias, para dedicarnos a orar. Esto nos sucede en la oración personal, en soledad, en la que nos quedamos como vacíos, sin saber que hacer, decir o pensar, a veces hasta nos quedamos dormidos; y también en la oración comunitaria, como la Misa dominical, que además de obligarnos a prescindir en parte o en todo de otros planes en el casi único día que tenemos libre (los pensionistas tienen aquí menos excusas), nos suele pasar que nos resulta rutinaria, o no nos gusta el sermón del cura de turno.

También nosotros, como Moisés, tenemos la tentación de bajar los brazos y desistir. Y esto reforzado por un segundo motivo, tal vez, el más decisivo: tenemos la sensación de que Dios no nos escucha, de que la mayoría de las veces no atiende a nuestras peticiones.

Jesús, que de oración sabía un rato, y sabía también lo esforzada que es, nos recomienda la perseverancia, la paciencia y la confianza. La parábola que usa al respecto subraya sobre todo la perseverancia. No sabemos cuánto tiempo aquella pobre viuda insistió en que se le hiciera justicia, probablemente mucho, pero ella no cejó en su empeño, pese a las pocas expectativas que un juez injusto (el colmo de la contradicción en la maldad: injusto el que debía impartir justicia) podía suscitar. Tuvo paciencia y también confianza en la justicia, aunque se acabara impartiendo por motivos bien impuros.

Iluminados por la primera lectura (a Dios rogando y con el mazo…), pasada por el filtro de la segunda (lo que hemos aprendido de la Palabra de Dios), podemos añadir que para orar con eficacia hay que vivir en consecuencia con lo que Dios nos dice por medio de esa Palabra encarnada, que es el mismo Cristo. Esto significa que para que la oración sea eficaz, además de hablar y pedir, debemos, antes que nada, escuchar. En la oración, que es una conversación, también habla Dios. Y mal podemos pretender que Dios nos escuche, si nosotros no estamos dispuestos a escucharlo a Él. Y escuchar significa entender, aceptar lo que nos dice. Dios nos habla, nos enseña, también nos reprende y corrige, nos educa en la virtud, nos equipa para toda obra buena. Así que el primer fruto de la oración no es solo recibir los favores que pedimos, sino poner en práctica lo que Dios nos pide a nosotros, lo que nos enseña (corrigiéndonos y equipándonos): una vida dedicada a las buenas obras, que incluyen, además, el testimonio de esa Palabra que nos va formando por dentro: “proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende exhorta, con toda paciencia y deseo de instruir”.

Cuando asimilamos así lo que Dios nos dice y tratamos de vivir de acuerdo con su Palabra, sintonizamos mejor en la oración, aprendemos a pedir lo que realmente nos conviene, y no a hacer de la oración solo un expediente para recibir favores interesados, como último recurso. Y si pedimos, de todos modos, por determinados bienes para nosotros y para los demás (en el “pan de cada día” están incluidos todas nuestras necesidades), lo hacemos con la confianza de que, pese a todo, nuestra oración es siempre escuchada, aunque no siempre recibamos lo que hemos pedido. Jesús tampoco recibió su petición de que pasase de él el cáliz de la pasión (cf. Mc 14, 36), pero recibió a cambio la resurrección de la muerte. Dios nos hace justicia sin tardar, derramando sobre nosotros su misericordia y su perdón, la capacidad de amar y perdonar, de encarnar en nuestra vida la Palabra con la que nos habla. Y esto es, sin duda, cuestión de confianza, es decir, de fe: de “esta fe” que, según las inquietantes palabras de Jesús, podría no encontrar sobre la tierra. Para que la encuentre, tenemos que hacer el esfuerzo de purificar nuestra fe de intereses espurios, como cuando acudimos a Dios solo en los momentos de apuro; tenemos que cultivar la oración con perseverancia y espíritu de amistad y familiaridad con este Dios que se nos ha manifestado como Padre, y nos ha mostrado su rostro en su Hijo Jesucristo.