Él permanece fiel. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 28 de tiempo ordinario

¿Cuál es el “tema” de la Palabra de Dios esta semana? ¿La lepra? ¿El agradecimiento? ¿Tal vez la “extranjería”, capaz de reconocer la acción de Dios más que los de casa? Todos estos temas están presentes, sin duda, en la lecturas de este domingo, pero el hijo conductor que los une a todos es la fidelidad de Dios, la fidelidad de Cristo, que permanece inalterable, incluso si nosotros somos infieles.

En la carta a Timoteo se reproduce lo que es probablemente un himno litúrgico de la primitiva Iglesia, en el que se establecen varios paralelos o correspondencias: la muerte y la vida, la perseverancia y el reino, la negación mutua; pero que se rompe en el versículo final: si nosotros somos infieles, él permanece fiel; es una ruptura, con toda intención, para poner por contraste con las correspondencias anteriores la inconmovible fidelidad de Dios, que permanece fiel a sí mismo, a sus promesas, a su Palabra, porque no puede negarse a sí mismo.

La fidelidad de Dios se proyecta sobre el mundo que Él ha creado, y sobre la historia que los seres humanos vamos hilando, frecuentemente siendo infieles a Dios, pero que la fidelidad divina convierte en historia de salvación.

Como el Dios de Israel es el único Dios verdadero, según confiesa el renacido Naamán, su acción salvadora desborda las fronteras nacionales del pueblo elegido, anunciando y anticipando así el universalismo de la nueva alianza. Aunque es verdad que, atado todavía a la mentalidad nacionalista, que vincula la fe a un pueblo y un territorio concreto, Naamán se lleva un pedazo de Israel para adorar allí al Dios verdadero, que es, por eso mismo, el Dios de todos los pueblos. Lo notable es que esta acción sanadora, realizada por la mediación del profeta Eliseo, no solo cura la lepra del poderoso Naamán, que en su enfermedad descubre su propia debilidad, sino que remedia también (al menos en este caso) la enemistad que secularmente separaba a Israel de Siria.

Una forma típica en la que se expresa la enemistad es la discriminación. Los seres humanos discriminamos por los más variados motivos: el color de la piel, la nacionalidad, la ideología política, la condición económica, la religión… Por este último motivo eran discriminados en Israel los samaritanos. Por una mezcla de motivos sanitarios (el horror ante el contagio) y religiosos (impureza ritual) también los leprosos eran objeto de una discriminación extrema. Pero en el caso de los diez leprosos del Evangelio se da la curiosa situación de que los discriminados no se discriminan entre sí: forman una especia de comunidad en la desgracia que borra las barreras entre judíos y samaritanos. Es verdad: con frecuencia la desgracia une más que todos los otros motivos.

Jesús, fiel al designio salvador de Dios, aunque partiendo de la antigua alianza, manda a los leprosos que le piden compasión que hagan lo que la ley mosaica determina, y, antes de que hayan cumplido (estando de camino) cura a todos. Pero solo el samaritano reconoce la gracia recibida y vuelve sobre sus pasos, alabando a Dios a grandes gritos, para dar gracias al que le había curado. Es decir, solo el samaritano tiene ojos para descubrir que la curación ya no depende de la antigua ley mosaica (que también los samaritanos aceptaban), sino que ahora la fidelidad de Dios se manifiesta plenamente en Jesús. Los otros, al parecer, consideraron que Dios había hecho su parte, porque ellos habían hecho la suya presentándose ante los sacerdotes. Y permanecieron dentro de la religión del AT, sin dar el paso a la fe en Cristo. Puede ser que, al sentirse curados y reintegrados en la comunidad del pueblo elegido, recuperaron también los prejuicios contra los samaritanos que la lepra había borrado. Y no consideraron adecuado a su dignidad seguir caminando con aquel hereje.

También nosotros, creyentes en Cristo, tenemos el peligro a veces de entender nuestra fe como una especie de “do ut des”, de contrato comercial, por el que le damos a Dios algo, por ejemplo, unos minutos a la semana, y Dios tiene que respondernos con determinados favores, los que le pedimos a veces, puede ser que no con tanta frecuencia.

Cuando nos comportamos así resbalamos a un modelo religioso del Antiguo Testamento (y, además, mal entendido), y nos hacemos incapaces, como los judíos curados, de reconocer las maravillas y milagros que la fidelidad de Dios realiza cotidianamente entre nosotros: dándonos su Palabra, que nos libera porque no está encadenada; entregándonos su cuerpo y su sangre, el misterio de su muerte por amor nuestro y de la vida nueva de la resurrección, por medio del pan y vino eucarísticos; curándonos de enfermedades peores que la lepra, por medio del perdón de nuestros pecados, que nos habían convertido en enemigos de Dios y entre nosotros.

La Palabra de Dios nos invita hoy a alabar a Dios con grandes gritos, es decir, a dar testimonio en voz alta de nuestra fe, a volvernos a Cristo en acción de gracias (esto es la Eucaristía) por los muchos beneficios que recibimos de Él, a llevar con nosotros siempre, como Naamán, un pedazo de la tierra del nuevo Israel, que no es otra cosa que nuestra fe en el Dios fiel, para poder adorarlo en cualquier tiempo y lugar.