Para superar abismos. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el domingo 26 del tiempo ordinario

El cuadro que dibuja Jesús en la primera parte de la parábola bien podría considerarse un
representación cabal de nuestro mundo: un mundo dividido por grandes abismos, y el más visible
de todos, el que separa a los ricos de los pobres. Sin embargo, ese abismo no es el único, y tal vez
no sea el más decisivo. Que existan diferencias económicas puede considerarse, dentro de ciertos
márgenes, de algún modo normal. Pero esas diferencias se convierten en abismos cuando domina
la indiferencia y la insensibilidad hacia los que sufren por cualquier motivo. Además del motivo
económico, existen muchos otros que producen “lázaros” de diverso tipo. Pensemos, por ejemplo,
en los abismos provocados por el “bullying” en escuelas, puestos de trabajo, etc. La figura del
pobre Lázaro bien puede representarse, además de en la forma física extrema (el hambre y la
enfermedad), en otras formas de pobreza y marginación psicológica y social, en relación no sólo
con el dinero, sino también con el poder, el conocimiento, la capacidad de influir y ser escuchado…
El rico que banqueteaba espléndidamente se sentía seguro, a resguardo de las desgracias de otros,
y sin ningún tipo de compasión, porque, en su seguridad e indiferencia, sencillamente los ignoraba.
El mundo está, ciertamente, atravesado por múltiples abismos de diverso tipo, en que unos
acumulan riquezas, poder, conocimiento, etc., pero son incapaces de compartirlos, de usarlos al
servicio de todos, condenando a muchos a la pobreza, la impotencia, la ignorancia y demás.
La segunda parte de la parábola, más que una amenaza “con las penas del infierno”, es una
advertencia que Jesús nos hace de que estos abismos sólo se pueden superar en este mundo, y que,
si no lo hacemos ahora, luego resultarán insuperables. Al mismo tiempo, Jesús nos recuerda, como
lo hace el profeta Amós, que poner la total confianza en los bienes de este mundo significa asentar
la propia vida sobre bases inestables e inseguras. Primero, porque, como advierte Amós, los que
viven así bien pueden con facilidad perder todas sus prebendas ya en esta vida y “encabezar la
cuerda de los cautivos”. Pero, en segundo lugar, porque todos esos bienes los perderán con
seguridad cuando tengan (tengamos) que comparecer ante el tribunal de Dios. Si nos hemos
dedicado a banquetear espléndidamente pero no hemos sido en absoluto espléndidos con los
necesitados, nos encontraremos ante Dios desnudos y pobres de frutos positivos tras nuestro paso
por este mundo.
Jesús se dirige a los fariseos, que, “eran amigos del dinero” (Lc 16, 14) y, además, tenían un fuerte
sentido patrimonial del saber y la virtud, y establecían abismos sobre todo morales y religiosos.
Por medio de los fariseos se dirige a cada uno de nosotros, tentados de diversos modos de caer en
el egoísmo y la indiferencia. Nos llama, como Pablo a Timoteo, a practicar la justicia la piedad, la
fe el amor, la paciencia, la delicadeza y, añadimos nosotros, la misericordia y la generosidad. Es
un modo de vida esforzado, un verdadero combate, por el que nos vamos acercando a la vida
eterna, a la que nos llama la fe. Y ese combate consiste, entre otras cosas, en derribar muros,
construir puentes, superar abismos, establecer lazos, remediar desgracias, y ayudar y atender
especialmente a los más necesitados (en cualquiera de los sentidos mencionados) y que, como
vemos en el texto evangélico, no son una masa anónima, sino que Dios los conoce por el nombre
(Lázaro, a diferencia del anónimo ricachón, al que la tradición ha dado en llamar “Epulón”).
En este mundo, pues, hay abismos, pero también los que trabajan por superarlos. Y los creyentes
en Cristo tenemos que distinguirnos en este menester.
La respuesta a la llamada de Jesús es una cuestión de fe. No depende de que suene de forma
extraordinaria, sino de la buena disposición interior. De hecho, sin este requisito, no habrá
respuesta “ni aunque resucite un muerto”. Aunque conviene no olvidar que quien hace esta llamada
es el que ha muerto y resucitado precisamente para que nosotros empecemos esa vida resucitada
ya en este mundo, superando abismos que nos permiten pregustar las primicias de la vida eterna
por medio de las obras del amor.