Elogio de la limitación. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 23 del tiempo ordinario

La Palabra de Dios nos ilustra hoy sobre la necesidad de reconocer nuestras limitaciones. Continúa, pues, con la llamada a la humildad de la semana pasada. Así, el libro de la Sabiduría pone de relieve nuestra limitación en el conocer. De hecho, y pese a los enormes adelantos científicos que nunca dejan de asombrarnos, sigue siendo válido lo que la Sabiduría nos dice respecto de nuestro conocimiento de este mundo que habitamos: “apenas conocemos las cosas terrenas”. Lo que ignoramos excede siempre con creces lo que podemos saber, y más si consideramos lo que sabemos cada uno por separado. Y si en esto somos tan limitados, ¿qué no será en las cosas del cielo, en lo referente a Dios y sus designios? Aquí debemos extremar la prudencia: “tu saber me sobrepasa, es sublime y no lo alcanzo” (Sal 138, 6). De hecho, es un acto de soberbia sin límites pretender que se puede negar la existencia de Dios: el que lo hace debe pretender saber todo lo que hay en el universo y fuera de él, ya que es capaz de informarnos de “lo que no hay”. Más prudente (y racional) es la posición del agnóstico, que reconoce su incapacidad para pronunciarse al respecto.

Pero también los creyentes podemos caer en semejante soberbia, cuando decidimos que Dios hace esto o lo otro, que castiga o bendice a determinados bandos, que toma partido en determinadas guerras… Nuestro deseo de manipular a Dios es también signo de falta de humildad para reconocer nuestros límites, que solo podemos superar abriéndonos a la sabiduría que Dios nos envía desde el cielo.

Esa sabiduría se ha hecho carne en Jesús, que también nos avisa de nuestras limitaciones, esta vez en cuestiones prácticas, en la realización de nuestros proyectos y en la solución de nuestros conflictos. Nos avisa de la necesidad de medir bien nuestras fuerzas y tomar consciencia de nuestros límites, aunque es claro que Jesús no pretende enseñarnos ni arquitectura ni estrategia militar: hay otra empresa, más importante, en la que también podemos encontrarnos impreparados y sin medios: la de ser discípulos suyos. Y es que ser discípulo de Jesús significa hacer del amor de Dios, que es el amor a Dios y al prójimo, el eje de nuestra vida. Y también aquí podemos fracasar pese a nuestras buenas intenciones. ¿Con qué recursos debo contar realmente para encarnar en mi vida ese amor, para que nada me separe del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús (Rm 8, 39)?

Aquí debemos reconocer otra limitación nuestra: no sólo nuestros conocimientos y nuestras habilidades técnicas son limitadas: también lo es nuestra capacidad de amar, que está herida por el pecado. Conocemos por experiencia estas limitaciones incluso en relación con las personas más cercanas: padre y madre, esposo o esposa, hijos, hermanos…Incluso a nosotros mismos nos amamos con frecuencia de modo muy deficiente. Por eso hay que posponer todos estos amores al amor de Cristo, para que él sane y purifique nuestras muchas deficiencias, y nos enseñe a amar con un amor incondicional. Esto supone en las condiciones de nuestro mundo, es verdad, renuncias y sufrimientos, pero eso es lo que él mismo ha tomado sobre sí para darnos el amor de Dios Padre: ha tomado sobre sí la cruz, en un acto de entrega total de la propia vida. Por eso, si queremos ser discípulos suyos no podemos no asumir de un modo u otro la propia cruz, que es la cruz de Cristo.

La cruz es la limitación convertida en amor y, por eso mismo, es la superación de los límites. La cruz no nos paraliza ni nos encierra en nosotros mismos, sino que nos pone en camino “detrás de Él”.

Así, por ejemplo, reconocer nuestros límites en el conocimiento, nos abre a aprender de los demás, y a acoger la sabiduría que viene del cielo; aceptar nuestra limitación en las cosas prácticas, nos abre a la cooperación y la ayuda mutua, a buscar la paz en vez del conflicto. Reconocer la limitación en nuestra capacidad de amar nos lleva a buscar la fuente del amor, que es Dios y que se nos ha dado en Jesucristo, en forma de reconciliación, perdón y gracia (fuerza) para la entrega.

En la cruz de Cristo Dios ha hecho de la gran limitación de la muerte la fuente de vida nueva, de vida resucitada. Un ejemplo meridiano de todo esto lo vemos hoy en el precioso texto de la carta a Filemón, una verdadera joya de la primera generación cristiana: la prisión, la huida, la esclavitud, todo un cúmulo de limitaciones físicas, sociales y morales se convierten por la fe y el testimonio de Pablo en libertad, reencuentro y fraternidad.

¿No podríamos nosotros, pese a nuestra limitación, o precisamente a partir de ella, intentar una alquimia similar?