¿Es acaso el consejo de Jesús una astucia inteligente para evitar el bochorno y, de modo indirecto,
alcanzar los primeros puestos? Puede dar esa impresión a tenor de la indicación de sentarse en el
último puesto “para que, cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba.” Pero,
aunque pueda dar esa impresión, se trata de una impresión falsa. Basta considerar que Jesús cuenta
esta parábola como crítica a esa voluntad de escoger (posiblemente a codazos) los primeros
puestos. Al observar lo que sucedía en esa comida, Jesús está, en realidad, observando lo que
sucede con tanta frecuencia en nuestro mundo. Es claro que Él no se ha adaptado a las
convenciones de este mundo, sino que ha chocado con ellas, y la Cruz es, sin duda, la prueba más
elocuente. De hecho, ya en su misma encarnación va en esa dirección: contraria al ansia por los
primeros puestos: “siendo de condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario,
se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo…, se humilló hasta someterse a la muerte
y una muerte de cruz” (Flp 2, 6-8).
En este abajamiento voluntario y en esa capacidad de entrega generosa y extrema manifiesta Jesús
su grandeza. En cambio, nosotros, cuando ansiamos destacar, ocupar los primeros puestos y
ponernos por encima de los demás, estamos mostrando nuestra pequeñez, lo poco que somos, la
necesidad que tenemos de elevarnos. Sólo el que está arriba puede abajarse, y solo desea subir el
que está abajo.
La llamada a la humildad, que escuchamos ya en el libro del Eclesiástico, no es sino una
exhortación al realismo. Es natural que queramos afirmarnos, crecer, apuntar a metas más altas.
Pero para ello debemos empezar por aceptar nuestra pequeñez inicial. No se trata de humillarnos,
sino de reconocer nuestra pobreza y nuestros límites. En este reconocimiento ya hay un primer
atisbo de grandeza, porque significa la aceptación de sí, sin comparaciones (que implican el deseo
de estar por encima de los demás), y sin la voluntad de aparentar lo que no se es realmente.
En la humildad y la aceptación realista de sí reconocemos que hay muchas cosas más grandes que
nosotros, que nos exceden, que nos preceden, pero que también nos sostienen y nos enriquecen, y
por las que tenemos que estar agradecidos: agradecidos a nuestros padres, a nuestros maestros, a
las generaciones que nos han precedido, y, en último término (en realidad, el primero) a Dios,
creador de todo y también de nuestro ser.
Así pues, la humildad (que es “andar en verdad”, como decía Santa Teresa de Jesús) engendra
gratitud y también generosidad: el que se acepta sin comparaciones y reconoce su ser y sus talentos
como dones recibidos, además de alcanzar una sana autoestima, está dispuesto a compartir con
otros lo que ha recibido, del mismo modo que él, consciente de su limitación, se siente beneficiado
por los dones de los otros.
En el fondo, si somos imágenes de Dios (y Cristo es su imagen visible en el que podemos
mirarnos), estamos llamados a repetir el mismo movimiento que Dios ha realizado en Cristo en
nuestro favor. No ha venido a nosotros apabullándonos con su grandeza, ni asustándonos con su
fuerza (como fuego encendido, densos nubarrones, sonido de trompeta), sino haciéndose pequeño,
poniendo su grandeza (la Jerusalén del Cielo, los millares de ángeles en fiesta) a nuestro alcance
en la humanidad de Jesús. Y lo hace para elevarnos, para sentarnos en ese primer puesto que
pertenece a Cristo, el Hijo de Dios. Y esta es la clave del consejo de Jesús: no es la astucia para
medrar en esta vida, sino la generosidad para elevarnos a la dignidad de hijos de Dios.
De ahí el segundo consejo de Cristo hoy: si Dios ha actuado así, con una generosidad desbordante,
aceptar el consejo de Cristo significa vivir generosamente, sin cálculos egoístas y según la lógica
del “do ut des”, doy para que me den, sino dispuestos a dar sin recibir nada a cambio, por puro
amor del bien, por puro amor del prójimo. Pero sabiendo que, si Cristo se humilló hasta la muerte
por nuestro bien, Dios lo levantó en la Resurrección, y le concedió el nombre sobre todo nombre
(cf. Flp 2, 9), así nosotros, viviendo con generosidad, nos hacemos grandes ante Dios, ricos de
buenas obras, y se nos pagará “cuando resuciten los justos”.