La llamada de Dios y la respuesta humana. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 21 del tiempo ordinario

La verdad es que la pregunta que abre el Evangelio de hoy no está muy de actualidad. Antes, recuerdo mi infancia, se planteaba con frecuencia y con cierto dramatismo. Ha habido épocas (la de mi infancia fue el fin de una de ellas) en que se tendía a considerar que “son pocos los que se salvan”. Era una consideración que dirigía la mirada sobre todo a nuestra condición pecadora, a un cierto pesimismo sobre la humanidad, y también, creo a un moralismo excesivo, proyectado sobre la imagen de Dios, “que premia a los buenos y castiga a los malos” (como más o menos decía el catecismo que aprendí de pequeño). Pero a estas épocas de “salvación cara” han sucedido otras de “salvación barata”, en que, considerando la infinita misericordia de Dios y el carácter gratuito de la salvación, tienden a cerrar los ojos ante el mucho mal del mundo, pues, al final, discernir a los buenos de los malos no es tarea fácil, y se tiene la impresión de que las penas del infierno son desproporcionadas al mal que el ser humano puede cometer. Muchos hemos crecido en una época así, aunque asistimos a los estertores de la anterior.

No es fácil determinar de qué lado se inclina nuestra época, en parte porque, como ya hemos dicho, la pregunta no se plantea (incluso en la Iglesia y entre los creyentes). Vivimos tiempos “soft”, que no soportan las preguntas fuertes (y no quiere escuchar las correspondientes respuestas). Domina, por un lado, un marcado pesimismo histórico, que abre mucho los ojos para el mal, sobre todo “de los otros”, los del (digámoslo así) el partido rival, y además lo hace sin misericordia, “sin perdón”. Y, al tiempo, nos aflige una notable ceguera teológica, que o no se ocupa de Dios, o tiende a verlo revestido de una bondad blanda y nada exigente, que cierra los ojos ante ese mucho mal, y, al final, perdona a todos. Parece que nuestro tiempo quiere compatibilizar el mucho mal (atribuido a “los otros”), con una especie de perdón universal sin arrepentimiento, y que desfigura la verdadera imagen de Dios, y, en vez de confesarlo como Padre, lo trata como un abuelo chocho y bonachón.

Pero Dios es Padre, el Padre de Jesucristo, y nos mira como tal: como a sus hijos (en Cristo). No nos mira como juez que nos mide sin misericordia según una ley abstracta, sino como un Padre que llama a sus hijos (a todos, sin pararse en ninguna frontera) para que se reúnan con Él, como con tanta fuerza y belleza afirma el profeta Isaías. Pero su llamada, amorosa y paterna (amorosa porque paterna) es también exigente, y, precisamente porque nos ama, nos exhorta y corrige, porque hay comportamientos que nos hieren, nos perjudican a nosotros mismos y son incompatibles con nuestra condición de hijos, y nos impiden acudir a esa reunión a la que todos estamos llamados. No se pueden compatibilizar el amor y el odio, la generosidad y el egoísmo, el bien y el mal. El amor llama y acoge, pero también exige, y más que cualquier fría ley, que solo afecta a la exterioridad de la conducta, y no al corazón, como el amor.

Y de ahí la respuesta de Jesús a esa pregunta, que hoy suena intempestiva, pero que haríamos muy bien en plantearnos de nuevo. Al responder, Jesús no se apunta ni al partido rigorista (son pocos los que se salvan), no tampoco al laxista (todos se salvan). No nos dice si son muchos o pocos. Nos dice, eso sí, que todos están llamados, que “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2, 4). Pero no habla de “cuántos”, sino de “cómo”. Este “cómo” significa que no basta que Dios quiera la salvación de todos. Hace falta que nosotros, cada uno, también la quiera de verdad, y se ponga en marcha. El “cómo” es la puerta estrecha, porque la respuesta a la llamada conlleva un esfuerzo por armonizar nuestra vida con la Palabra que nos llama, y esto es responsabilidad de cada uno. Esa Palabra es el mismo Cristo, que es también el Pastor que nos guía, el Maestro que nos enseña (y a veces nos corrige), y el Camino por el que nos acercamos a Dios. Él mismo ha entrado por la puerta estrecha de una vida entregada por amor y hasta el final, en la Cruz.