Bautismo de fuego. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 20 del tiempo ordinario

Un refrán ruso dice “Istina glaza kolet”, la verdad escuece en los ojos. También en
español decimos que, a veces, la verdad duele.
Las verdades que, en nombre de Dios, proclamaba Jeremías, eran de este tipo:
inaceptables para los poderosos de su tiempo. Y cuando esto sucede, con frecuencia, en
vez de remediar la enfermedad que esa verdad revela, se decide eliminar el escozor de los
ojos, acallando al que dice la verdad, literalmente, matando al mensajero. De ahí el intento
de suprimir a Jeremías. Aunque también había quienes, respetuosos con la verdad y con
el heraldo, trataban de salvarle. En medio hay personajes débiles, como el rey Sedecías,
que ceden ante los intentos asesinos, y asiente a lo que quieren salvar al profeta.
Jesús, príncipe de la paz, no es sin embargo un irenista de la paz a cualquier precio,
incluso a costa de la verdad y la justicia. Jesús también proclama verdades que resultan
incómodas y que provocan reacciones violentas en contra. De ahí, sus sorprendentes
palabras, que parecen romper el mensaje de reconciliación y perdón, que nos cuadra
mejor con su figura.
Jesús no es un predicador que ofrece fórmulas para evitar o resolver conflictos, antes bien,
parece, a tenor de sus palabras de hoy, que pretende provocarlos. Como él mismo dice en
el Evangelio de Juan, ha venido “para dar testimonio de la verdad”. Se trata de una verdad
existencial no meramente teórica, en la que el ser humano se juega su destino y su
salvación. Es una verdad extraordinariamente positiva, una buena noticia, un Evangelio:
que Dios es nuestro Padre, que es Amor incondicional, que nos llama a entrar en la familia
de los hijos de Dios, en el Hijo Jesucristo, de modo que todos quedamos constituidos en
hermanos.
Pero esta Buena Noticia contiene aspectos difíciles de aceptar, porque denuncia nuestro
pecado, el hecho de que no vivimos como hermanos, que nuestras relaciones,
instituciones y estructuras están preñadas de injusticas, desigualdades, exclusiones,
enemistades, que nos hacen lo contrario de hermanos: extraños, rivales y enemigos; y
debemos cambiar radicalmente para poder acoger la verdad Evangélica.
La verdad del Evangelio nos llama a tomar decisiones fuertes, que chocan con nuestras
inclinaciones naturales, nuestras costumbres, nuestros prejuicios… Son decisiones que
comportan rupturas y, con frecuencia, conflictos incluso con los más cercanos.
Por eso Jesús habla de fuego, de espada (división) y de bautismo. Precisamente el
bautismo marca el carácter al mismo tiempo positivo y difícil de esta verdad proclamada
por Jesús. No se trata de una verdad fanática, que exige la destrucción y la muerte de los
“herejes”, como pretendían los que acusaban a Jesús: “Nosotros tenemos una ley y según
esa ley este hombre tiene que morir” (Jn 19, 7). Cabe pensar que, ante tal verdad, mejor
es ser escéptico, como Pilato (como, a su manera, el rey Sedecías y como muchos de
nuestros contemporáneos). Pero el escepticismo es un mal antídoto contra el fanatismo,
porque, renunciando a la verdad, se lava las manos (cf. Mt 27, 24) y cede ante los
fanáticos, contribuyendo a la muerte de Jesús. Los que no creen en la verdad, lo reducen
todo a juegos de intereses y conveniencias.
Pero la verdad de la que Jesús es testigo, que es, ciertamente, fuego y espada, es la verdad
del amor incondicional, que no exige la muerte del disidente, sino que conlleva la
disposición a dar la propia vida. No se trata, pues, de una verdad blanda y para débiles,
sino la verdad de un amor incondicional que se entrega, y que el Dios Padre nos ha
manifestado en su Hijo Jesucristo, que ha pasado por el bautismo de la cruz.
También a nosotros nos pica en los ojos y nos molesta esta verdad incómoda. Pero
sabemos que el testimonio de Jesús ha sido secundado por una ingente nube de otros
testigos, por generaciones de cristianos, santos conocidos y anónimos, que nos animan a
superar el miedo, a no temer las dificultades, a renunciar al pecado para que, fijos nuestros
ojos en Jesús, llevemos a término nuestra fe que por nuestra salvación soportó la cruz y
nos acompaña en el camino de la vida.