Lo que realmente vale. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 18 del tiempo ordinario

Tal vez a todos nos ha asaltado alguna vez ese sentimiento de hastío que con tanta fuerza expresa

el Qohelet: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!” El Qohelet es un sabio viejo y escéptico,

pero, de todos modos, creyente. Por eso, de un modo u otro, podemos identificarnos con él, al menos en esos momentos de cansancio y sensación de sinsentido de todo lo que hacemos, del que casi nadie está exento.

Las cosas por las que nos afanamos, sean posesiones, conocimientos, títulos, cargos o estatus social, aunque legítimas y necesarias, “no nos llenan del todo”, como decimos a veces. Después de grandes esfuerzos, una vez conseguidas, no consiguen eliminar la sensación de vacío, incluso a veces lo aumentan.

Un buen ejemplo de esa vanidad y vaciedad puede ser la institución de la herencia: por mucho que te afanes en conseguir esto o lo otro, al final tendrás que dejárselo a otros, no podrás llevártelo contigo. No entramos aquí en la bondad o no de la herencia. Sabemos que hay quienes la defienden (las cosas de mis padres son más mías que tuyas), y quienes la critican (porque fomenta la acumulación y las diferencias, y retrae la iniciativa individual), pero esto no es de lo que se trata

aquí. Aquí nos fijamos en el carácter efímero de los bienes de este mundo, y la consiguiente vanidad (o el sentimiento de ella) de los esfuerzos por esos bienes que, al final, siempre te son

ajenos y no puedes poseer del todo.

Cuando uno es joven está lleno de proyectos, de deseos, de metas por conquistar. Cuando pasa el tiempo y a uno le alcanza la vejez, aunque haya alcanzado algunas de esas metas (raramente se cumplen todos los sueños de juventud), y sin dejar de reconocer su valor, es fácil sentir la

relatividad de todo ello. Y es que esas riquezas, sean materiales o de otro tipo (culturales, artísticas,

intelectuales), aunque no dejen de tener sentido, se quedan como fuera de mí, se me vuelven en

cierto sentido extrañas, como hemos ya dicho, “no me llenan”, no me salvan definitivamente.

De ahí la llamada de Jesús a hacerse rico de otras riquezas, las que nos hacen ricos ante Dios. Por

eso, probablemente, Jesús se abstiene de tomar partido en la cuestión de la herencia. Su cortante respuesta parece querer decir que esos asuntos mundanos debemos resolverlos por nosotros mismos. Y aprovecha para abrir nuestros ojos al carácter efímero de estos bienes, que pueden

empobrecernos definitivamente si los consideramos los únicos importantes y les damos nuestro corazón, depositando en ellos toda nuestra esperanza. Cuando hacemos esto nos olvidamos de Dios, pero también de nuestros hermanos, con los que nos enfrentamos y podemos llegar a romper.

Vivir así es, dice Jesús con la parábola que cuenta al respecto, vivir neciamente, ciegos a lo verdaderamente importante.

También Pablo nos avisa en este mismo sentido, exhortándonos a buscar los bienes “de allá arriba”,

los bienes celestiales que se han hecho accesibles en Cristo Jesús, en su muerte y resurrección. Al tiempo, Pablo nos apremia a rechazar toda forma de mal, que no es sino la idolatría de divinizar y absolutizar los bienes relativos de la tierra. Pero esto no significa que debamos prescindir o

despreciar estos bienes. Esto, además de imposible, es otra forma de mal, pues también esos bienes

han sido creados por Dios. Pero, en cuanto bienes, son como indicadores de esos otros bienes “de allá arriba”, y a los que los primeros deben estar sometidos, adquiriendo así su justo valor.

Resulta, además que entre estos bienes relativos de este mundo y los bienes definitivos de allá

arriba no solo no hay contradicción, sino verdadera armonía y solidaridad, cuando se dan en su

justo orden jerárquico. Esto está en perfecta armonía con el misterio de la Encarnación, por el que

el gran Bien de allá arriba, el mismo Hijo de Dios, se ha hecho uno de nosotros. Porque aspirar a

los bienes de arriba y ser ricos ante Dios significa también compartir con los demás los bienes

relativos y necesarios para nuestra vida en el mundo. Y esto se puede hacer claramente con los

bienes materiales: el rico necio del evangelio podría haberse hecho rico y sabio (ante Dios),

abriendo sus graneros a los pobres y los hambrientos. Pero también esto es posible con los otros

bienes (culturales, artísticos, intelectuales), que se pueden ofrecer generosamente para el bien y el

progreso de la humanidad.

Como vemos, la institución de la herencia tiene un sentido más amplio que el que le atribuimos al

principio, porque de todos los bienes del mundo podemos hacer un regalo y un don para los demás.