La semana pasada aprendimos, sobre el ejemplo vivo de Marta y María, la importancia de equilibrar oración y acción, y de alimentar la acción con la contemplación y la escucha de la Palabra viva, que es el mismo Cristo. Y es esta misma Palabra, el mismo Cristo Jesús el que hoy continúa ilustrándonos sobre la importancia de conjugar armónicamente estas dimensiones de nuestra vida. El ejemplo de Abraham nos muestra la eficacia de la oración del justo. Invadido por un sentimiento de piedad, rebelándose contra la injusticia manifiesta de que paguen justos por pecadores, Abraham se convierte en intercesor en favor de las ciudades pecadoras que van a recibir por sus pecados el justo castigo. En cierto sentido, todos nos rebelamos contra esas puniciones justicieras y contra la imagen de Dios que llevan consigo. Son muchos los que rechazan a Dios por esa imagen, que ya en el Antiguo Testamento, pero de manera definitiva en la plena revelación de Dios en Jesucristo, se ha mostrado falsa, una verdadera deformación del verdadero rostro del Dios Padre. En realidad, digo, ya en el AT y lo vemos con claridad en el texto de hoy, Dios (que en modo alguno puede ser “peor”, menos misericordioso que Abraham, y que es el que, en realidad, le inspira esos sentimientos de piedad) se encamina no a castigar, sino a salvar. Y el tenor de la oración de nuestro padre en la fe muestra que Dios busca cualquier excusa para salvar y no para destruir. No es Dios sino el pecado lo que nos destruye. Dios escucha con paciencia la súplica insistente de Abraham, y se manifiesta dispuesto a salvar a los muchos pecadores en virtud de la justicia de unos pocos justos. Así que no es sólo la oración de intercesión de Abraham, sino también la bondad del justo lo que frena el castigo y hace derramar no fuego y azufre, sino perdón y misericordia. La tragedia de Sodoma y Gomorra es que no se encontró ni un solo justo. Y el Dios dispuesto a perdonar y salvar “no puede” hacerlo si nosotros rechazamos su misericordia y su perdón. Dios nos salva gratuitamente, pero no a la fuerza. Que no se encontraran ni siquiera diez justos puede reforzar nuestro pesimismo con respecto a este mundo. Y es que, realmente, ¿quién es justo ante Dios? ¿No decimos que todos somos pecadores? ¿Cómo entonces alcanzar misericordia? Sin embargo, no debemos ceder al pesimismo. Que todos seamos pecadores no significa que sólo seamos eso. En el ser humano anida el deseo de bien. Abraham y tantos otros lo demuestran ya en el AT, como ejemplo y en representación de toda la humanidad. Y esa bondad fundamental, aunque herida y como escondida, se ha manifestado plenamente en Cristo, igual en todo a nosotros menos en el pecado (cf. Hb 4, 15). Él es el justo en el que Dios Padre ha encontrado la excusa perfecta para derramar (sin imponerla) la salvación para todos. Jesús es el justo que nos justifica y comparte con nosotros su justicia, asociándonos así a su obra salvadora. Él es el que intercede por todos nosotros, y como Abraham, y más y mejor que Abraham, suplica al Padre con una oración eficaz, porque va acompañada de obras de justicia, la justicia de Dios que es la misericordia y el perdón. Sodoma y Gomorra se hubieran salvado si a la oración de Abraham se hubieran unido la sbuenas obras de siquiera diez justos. El mundo de hoy se salva (si quiere), porque a la oración de Jesús se une la obra buena que él mismo ha realizado, entregando su vida en la Cruz. Pero estas oración y acción Jesús las comparte con nosotros. En primer lugar, enseñándonos a orar. ¿Cómo debía ser la oración de Jesús, que suscitó el deseo de los discípulos? Le pidieron que les enseñara, y él hizo mucho más: los hizo partícipes de su relación exclusiva con su Padre. También a nosotros nos hace partícipes, cuando sin preámbulo alguno nos invita a llamar a Dios Padre, y sobre esa relación fundamental desgranar nuestros anhelos, deseos y necesidades. El anhelo de que ese Dios sea conocido por todos, que todos le den gloria y hagan suya su voluntad de bien, verdad, perdón y salvación; y los deseos de bienestar material y espiritual (el pan material y el pan eucarístico), de perdón y reconciliación (de ser perdonados y perdonar), de vencer el mal en nosotros, en nuestras relaciones y en nuestro mundo. Jesús nos anima a que seamos “pesados” como Abraham, a que insistamos en nuestra oración, con un corazón abierto que desea pedir a Dios lo que Dios mismo quiere que le pidamos: sobre todo el Espíritu Santo que nos lleva a actuar del mismo modo como Dios actúa con nosotros. Lo expresó con su habitual profundidad San Agustín: “El mejor de tus servidores no es aquel al que le importa tanto escuchar lo que quiere, sino el que quiere querer sólo lo que oye de ti.” Una oración así, la oración del mismo Jesús, nos lleva a identificarnos con él: por el bautismo sepultados con Cristo y resucitados con él. De modo que nuestra oración ya está siendo eficaz, porque, además, justificados y perdonados por la cruz de Jesucristo, nos convertimos por su gracia en esos justos que Dios busca como excusa para evitar el castigo y derramar sobre el mundo con abundancia su misericordia y su perdón