¿Quién es mi prójimo? Homilía del p. José María Vegas, C.M.F., para el domingo 15 del tiempo ordinario
Muchos tienen la impresión de que “la religión” es algo alejado de nuestras preocupaciones cotidianas y, es más, que nos aleja de ellas. Es como si ocuparse de asuntos religiosos supusiera emigrar a tierras lejanas, o aspirar a cosas, en realidad, inalcanzables. Y se ve que esta impresión viene de lejos: ya se lo parecía así a los antiguos hebreos, a tenor de las palabras de Moisés en la primera lectura de hoy. Pero esas mismas palabas vienen precisamente a deshacer esa falsa impresión. Dios no está lejos de nosotros, ni nos manda alejarnos de nuestra cotidianidad para que podamos entrar en contacto con Él. Más bien sucede lo contrario: es Él el que, saliendo de sí, se acerca a nosotros. Y lo hace con esa forma tan cotidiana y humana de contacto que es la palabra. Dios nos habla, lo hace con un lenguaje que podemos entender, porque nos habla al corazón, tocando lo que realmente nos interesa y nos afecta, y pidiéndonos que hagamos cosas que están al alcance de nuestras fuerzas, de modo que podemos responder a sus requerimientos. Por eso se dice que el mandamiento (su palabra) está en nuestro corazón: somos capaces de escucharlo y entenderlo; y en nuestra boca: podemos responder a esa llamada.
Esta cercanía y facilidad de la escucha y la respuesta se ha hecho del todo patente en Jesucristo, Palabra de Dios encarnada. En Él el Dios invisible se ha hecho imagen visible, y, de este modo, el origen y principio de todo, por sí mismo inaccesible, resulta familiar y cercano, al compartir con nosotros nuestra entera condición, incluida la muerte, por lo que se ha convertido, dice Pablo, en el primogénito de entre los muertos, esto es, el primer nacido y renacido de la muerte a la vida nueva de la resurrección. Por ella ha reconciliado a todos los seres, de por sí mortales, con el Dios vivo e inmortal.
Ahora bien, si Dios se ha hecho cercano en Jesucristo y nos ha reconciliado con ese Dios que es Padre, convirtiéndonos a todos en hermanos, resulta claro que solo el amor puede ocupar el primer puesto entre todos los mandamientos. Ese mandamiento del que hablaba Moisés, que está cerca de nosotros, en el corazón y en la boca, es el mandamiento del amor. Y si lo contrario del amor, el odio, el egoísmo, la envidia, etc., nos aleja a unos de los otros y de Dios, el amor nos aproxima, nos hace prójimos.
El fariseo que pregunta a Jesús por el mandamiento principal parece no tener dificultades en lo que se refiere al amor a Dios, pero no lo tiene tan claro respecto del prójimo, al que no consigue identificar. En realidad, si no sabe quién es su prójimo, tampoco tiene clara su imagen de Dios. Hay formas de entender a Dios que levantan barreras y crean exclusiones: el prójimo es solo el familiar, el connacional, el que comparte la propia fe (el correligionario). Pero la verdadera imagen de Dios se ha hecho visible en Jesús, y Él le aclara al fariseo, y a todos nosotros, quién es el verdadero prójimo. Lo hace con un ejemplo provocativo, pues no podía haber elegido a un personaje más odioso para un judío que un samaritano. La condición de prójimo no se define por relaciones de familiar, raza, nación o religión, sino por la capacidad de aproximarse, de reconocer el próximo en su necesidad y hacerse cargo de ella con compasión.
Solemos pensar que el prójimo es el que está pasivamente a nuestro lado, como el herido del camino, postrado y sufriente. Y es verdad. Pero lo que subraya Jesús es más bien la actitud activa del samaritano, que se acercó, es decir, se hizo próximo, tuvo misericordia, se hizo cargo de él con todas sus consecuencias. De hecho, Jesús pone de relieve esa proximidad activa por el contraste con la actitud del sacerdote y el levita que, al ver al herido (luego estaban cerca), se alejaron dando un rodeo. Tenían prisa por llegar al templo, pero no sabían que al verdadero templo de Dios se va solo por el atajo de la misericordia y el encuentro con el hermano.
Jesús es para nosotros el buen samaritano de Dios, que no ha querido permanecer en el templo (en su categoría de Dios), sino que se ha despojado de su rango, ha salido de sí para hacerse prójimo nuestro (cf. Flp 2, 6), se ha hecho cargo de nuestra postración cargando con nuestros pecados, y curando nuestras heridas con las suyas (cf. 1 P 2, 24).
Si Dios en Cristo ha actuado así, ¿qué debemos hacer nosotros? ¿Cuál es ese mandamiento principal que está cerca de nosotros, en nuestro corazón –si somo capaces de escuchar– y en nuestra boca –si estamos dispuestos a responder? Las palabras de Jesús al fariseo son las que nos dirige hoy a cada uno de nosotros: “Anda, haz tú lo mismo”.