La Palabra de Dios abre hoy con una promesa de alegría, gozo, abundancia, consuelo y paz. Dios promete por boca del profeta lo que todo corazón humano anhela, por lo que los seres humanos nos afanamos, aquello por lo que daríamos todo, hasta el punto de que incluso el mal que se hace en este mundo, sea individual que social, no es sino la búsqueda equivocada de esa plenitud, de esos bienes.
Sin embargo, sabemos que cuando Dios ha venido a nosotros a rescatarnos de nuestro extravío, del mal que hacemos consciente o inconscientemente, pero siempre, como decía santo Tomás de Aquino “bajo razón de bien” (“sub ratione boni”), cuando ha enviado a su Hijo Jesucristo a salvarnos del pencado y de la muerte, y cumplir así esa promesa de alegría y plenitud, nos ha señalado un camino que parece contradecir directamente esos deseos nuestros. Y no solo nos lo ha señalado, sino que lo ha recorrido Él mismo: el camino de la cruz. Y, puesto que, si queremos permanecer en Él debemos vivir como vivió Él (cf. 1 Jn 2, 6), resulta que también el camino de la cruz es nuestro camino, el camino cristiano.
Lo testimonia con claridad y crudeza Pablo en la carta a los Gálatas: dispuesto a seguir a su Señor hasta el final, su único título de gloria es la cruz de Cristo. De hecho, Pablo afirma llevar en su cuerpo las marcas de Cristo. Muchos han considerado que él fue el primero en llevar los estigmas de Cristo. Aunque esto es sólo una especulación (se considera que el primer estigmatizado fue san Francisco de Asís), esto no altera nada la total identificación de Pablo con Jesús, que le llevó a dejar atrás todas la prácticas judías, como la circuncisión. Pero lo notable es que no se trata de una elección del sufrimiento, sino que Pablo comprendió que el misterio de la Cruz es el único camino que conduce a la paz verdadera, y a la misericordia de Dios.
El cumplimiento de las promesas de Dios no se da sin nuestra cooperación. Esto es algo inevitable por la encarnación del Hijo de Dios. Ser hombre es entrar en relación. Y la realización de ese estado de alegría, plenitud y paz no se da de un modo mágico, no llueve del cielo, ni menos aún se impone por la fuerza. Pero es que, además, esta promesa no se hace realidad si no se extiende al mundo entero. La salvación no es un asunto puramente individual, una especie de “¡sálvese quien pueda!” Si quiero la salvación, la alegría, la plenitud y la paz, tengo que quererlas para todos y, en consecuencia, tengo que trabajar para transmitirlas. Y como es Jesús el portador de las promesas de Dios, y él se ha hecho hombre, para llevar esos bienes a todos, necesita nuestra cooperación. La tarea es inmensa: todo el mundo, toda la historia, “la mies es mucha”. Pero no parece que haya muchos dispuestos a cooperar: “los obreros son pocos”. Sin embargo, Jesús no se deja llevar por el desánimo, no renuncia a tal empresa formidable. Confía en el que la ha dado la misión: “orad al dueño de la mies que envíe obreros a la mies”; y se apoya en los que, muchos o pocos, están dispuestos.
Jesús no les da instrucciones teóricas, la doctrina que deben transmitir (tan solo la cercanía del Reino de Dios, porque Dios mismo en Jesús se ha hecho cercano), sino sobre todo las actitudes que deben adoptar, que hablan más que las palabras: la sencillez, la diligencia, la paz. No es una misión agresiva de conquista, por lo que no caben actitudes vengativas cuando son rechazados. Lo que tiene que hacer es invitar a acoger al Señor que viene.
El camino de los discípulos, que es, en realidad, el mismo camino cristiano, es el que nos conduce a esa situación de alegría, plenitud y paz, aunque no sea un camino fácil, y en el mismo la cruz se hace frecuentemente presente.
Pero es el único camino verdadero que conduce a la plenitud que todos anhelamos, porque el camino de la cruz no es otra cosa que el camino del amor verdadero, que es, en realidad, y en el fondo lo único que desea nuestro corazón, cuando anhelamos alegría y paz. Y como Cristo mismo es el camino, esos bienes que deseamos y que disfrutaremos en plenitud en ese cielo en el que están inscritos nuestros nombres, ya podemos pregustarlos ahora en la medida en que ponemos en práctica el mandamiento del amor, aunque eso suponga tener que gloriarnos en la Cruz de Jesucristo, y llevar de algún modo (cada cual al suyo) en nuestro cuerpo las marcas del Cristo.