Tras el tiempo de Pascua, que, unido al tiempo Cuaresmal, nos hace experimentar de manera vívida
los misterios de la Muerte y Resurrección de Jesús, retornamos al tiempo ordinario, símbolo
litúrgico de la vida cotidiana. Pero se trata de un retorno progresivo, porque, ya inmersos en este
tiempo ordinario, los sucesivos domingos son como ecos de ese tiempo pascual que nos resistimos
a abandonar. El pórtico que da paso de la luz pascual a la cotidianidad es Pentecostés, la gran fiesta
(también considerada Pascua) del Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos hace elevar la mirada al
gran misterio de la Santísima Trinidad: el Dios único que es, sin embargo, relación y, por tanto,
entrega mutua, amor puro. Pero, podríamos pensar que, tras la existencia terrena de Jesús,
abandonamos el mundo material para adentrarnos definitivamente en el mundo del Espíritu, el
mundo eterno e inmaterial de la divinidad, como si el paso de Verbo de Dios por esta tierra en su
existencia encarnada fuera algo pasajero, un trámite necesario pero fugaz, que debe dar paso a una
pura religión del Espíritu.
El gran tercer eco del tiempo pascual en el tiempo ordinario viene a deshacer esa impresión, que
se revela falsa. La Resurrección de Cristo, la existencia en el Espíritu, la contemplación del
misterio trinitario de Dios, no significan en modo alguno una despedida de la materialidad, de la
encarnación, del pan y el vino que seguimos necesitando, del cuerpo y la sangre en los que
continuamos existiendo. Por eso, la liturgia nos conduce a esta gran solemnidad del Cuerpo y la
Sangre de Cristo. Tradicionalmente celebrada en jueves, el día de la institución de la Eucaristía,
las necesidades pastorales y las presiones de la secularización la han trasladado casi en todas partes
al domingo siguiente. Pero el sentido profundo de esta fiesta no se altera. Cristo no ha tomado
nuestra carne ni compartido nuestra condición terrenal para salvar sólo nuestras almas, sino para
salvar al ser humano en su integridad, y, en consecuencia, para salvar también el mundo del
hombre, sus relaciones, sus realizaciones, su espacio y su tiempo.
La Palabra de Dios nos ilumina hoy a este respecto. Melquisedec bendice a Abraham con el pan y
el vino, símbolos y realidad de su vida cotidiana y concreta, de sus necesidades y limitaciones,
pero también de sus alegrías. Y son esos mismos pan y vino los que Jesús elige para expresar su
cercanía con nosotros, su voluntad de permanecer con nosotros “todos los días hasta el fin del
mundo” (Mt 28, 20). Podía haber elegido unos signos sacramentales más “espirituales”, menos
materiales, ligados a nuestras necesidades (el hambre de pan) o nuestras fiestas (el vino que alegra
el corazón del hombre – Sal 105, 15), tal vez sólo su Palabra, que alimenta sólo la mente, el alma.
Pero no, Jesús, Palabra encarnada, ha querido que sus palabras se encarnaran de nuevo en la
materialidad, que nos liga a esta tierra. Lo que celebramos cotidianamente en la Eucaristía es una
tradición que, recibida de los Apóstoles (nos lo recuerda hoy Pablo), proviene directamente del
Señor y nos pone en comunión real con su muerte y resurrección.
Todos conocemos eso que se dice de que “la religión es el opio del pueblo”. El opio nos hace
dormir y volar, aunque sea de modo ficticio. Podríamos decir que se trataría de un opio más, pues
el ser humano trata de evadirse de muchas maneras y con muy diversos opios de las durezas de la
vida. También el ocio, el deporte, la política, internet y las redes sociales y tantas otras cosas
pueden ejercer y ejercen con frecuencia (y en mucha mayor medida que la religión) esa función
adormecedora y alienante de la realidad. Pero, si atendemos a la fuerte llamada que recibimos hoy
en esta fiesta, deberemos concluir que la fe cristiana no tiene nada de opiáceo y, más bien, es una
fuerte sacudida que nos quiere despertar, para que abramos los ojos y miremos de cara a las
necesidades que nos acucian hoy, a nosotros y a nuestros semejantes.
El cristianismo es la religión del pan y del vino, de las necesidades reales que nos afligen (y a las
que debemos atender y no olvidar) y de las alegrías que podemos experimentar en este mundo (y
en las que Jesús también ha participado con nosotros). No nos saca de la concreción de la vida
cotidiana, sino que Dios mismo viene a ella, a compartirla con nosotros. Es verdad que, al hacerlo
así, en el misterio de la Encarnación, transforma esa realidad concreta, porque hace presente en
ella la divinidad. Pero ¿cómo? El pan y el vino se convierten en Cuerpo y Sangre de Cristo. El
cristianismo no es la religión sólo del Espíritu, sino también y de manera esencial, la religión de
la carne, del cuerpo (y de la sangre). Sabemos que el pan es con frecuencia símbolo de necesidades
que llevan al conflicto, a la guerra, a la exclusión y al choque, y, en consecuencia, los cuerpos se
combaten hasta el derramamiento de sangre. Pero en Cristo, por esa transubstanciación eucarística,
el pan se convierte en cuerpo entregado, que derrama voluntariamente su propia sangre para
reconciliarnos con Dios (nuestro Padre) y entre nosotros (constituidos así en hermanos).
Cuando comemos el pan de la Eucaristía y bebemos de su cáliz, proclamamos la muerte de Cristo
“hasta que vuelva”, nos recuerda Pablo. Es decir, hacemos nuestra esa muerte, ese modo de vida
entregada, que nos despierta de sueños y evasiones, nos sacude para que abramos los ojos ante las
necesidades reales de nuestros hermanos, y abre nuestros oídos a su Palabra, que nos llama a no
dormir, a no evadirnos, a poner manos a la obra: “dadles vosotros de comer”. Cuando compartimos
nuestro pan, cuando renunciamos a parte de él para dar de comer al hambriento, no solo no nos
evadimos de la realidad, sino que trabajamos para mejorarla y “contagiamos” de la
transubstanciación eucarística la materialidad de nuestro mundo, haciendo de la historia
tormentosa de la humanidad historia de salvación, abriendo vías para que el Señor vuelva.
Lejos de olvidarnos de las necesidades concretas de este mundo, la materialidad del pan se
convierte en un signo real de la verdadera existencia en el Espíritu. El pan por el que tantas veces
luchamos y nos enfrentamos, se hace signo de bendición, símbolo y realidad de la presencia
corporal de Cristo, un pan compartido con el que atendemos las necesidades de nuestros hermanos,
y gracias al cual el cuerpo y el espíritu viven reconciliados.