Celebramos hoy el Misterio de la Santísima Trinidad. Se trata, en efecto y ante todo, de un
Misterio. No podemos pretender desentrañarlo o descifrarlo, que es lo mismo que pretender
dominarlo. Se dominan los problemas, se descifran los enigmas y los acertijos. Dominar significa
someter, literalmente, poner por debajo. Con el Misterio esto no es posible. Puede ser que el
misterio nos rodee y nos envuelva, pero no podemos someterlo, dominarlo, hacernos dueños de él.
El libro de los Proverbios describe con gran belleza este Misterio que nos envuelve, pues habla de
que todo lo que nos rodea es fruto de una realidad superior, que no se deja dominar, porque está
por encima de todo, está más allá de todo, es anterior a todo lo creado. Y esto nos indica que,
aunque inaferrable e inaccesible, no es sin embargo algo lejano y menos aún ajeno. La imagen
infantil con que concluye el texto lo sugiere con fuerza. El aprendiz, encantador y juguetón, como
un niño, es la sabiduría de Dios, que ha sido engendrada por Él, pero que no tiene la condición de
criatura, sino que es algo (Alguien) que está por encima de todo lo creado. Bien lo podemos
entender, a la luz del Nuevo Testamento, como el Verbo eterno de Dios, por el que todo se ha
hecho (cf. Jn 1,1).
Y esto significa que este Dios trascendente y creador “se dice”, se expresa y se hace así accesible.
No se deja dominar, pero sí se entrega. Como nos dice Pablo, por la fe tenemos acceso a Él, a la
gracia en que estamos, porque se nos ha dado por medio de Jesucristo. Y esta donación por la que
se ha hecho cercano en la encarnación, se ha consumado hasta el final en su muerte en la Cruz. En
ella, Jesús ha tomado sobre sí el pecado del mundo, los sufrimientos y tribulaciones de la
humanidad. Y, por eso, en nuestras propias tribulaciones nosotros participamos de esa Cruz que
nos salva. En ella alcanzamos multitud de bienes para vivir con dignidad: la constancia, la virtud
probada, la esperanza y, en definitiva, el amor que ha sido derramado en nuestro corazones por el
Espíritu Santo que se nos ha dado.
Si el Misterio inaferrable del Dios Trinitario se ha hecho accesible y se nos ha dado en Jesucristo,
Palabra encarnada del Padre, la comunión con Dios se va realizando en esta vida como un diálogo
que se prolonga en el tiempo, el tiempo de nuestra historia y de nuestra particular biografía, en el
que Dios se ha hecho presente, y en el que por la fe y la constancia, y guiados por el Espíritu Santo,
vamos entendiendo ese Misterio, pero no (o no sólo) de modo teórico, sino de un modo vivo,
existencial, que toca todas las fibras de nuestro ser, porque el Misterio del Trinidad no es otro que
el Misterio mismo del Amor, que se nos ha entregado y que nos está salvando. Comprender en la
fe el misterio trinitario es comprender que sólo el amor salva, y que estamos hechos para el amor.