En la Misa de la Vigilia de Pentecostés se lee en la primera lectura el episodio de la torre de Babel (cf. Gen 1,1-9). Es como el negativo perfecto de Pentecostés. En Babel la soberbia humana pretende alcanzar a Dios y conquistar la salvación por las propias fuerzas. Es un verdadero arquetipo de la humanidad, que ha tratado de realizarse muchas veces y de muy diversas maneras. El “transhumanismo” que, con ayuda de las nuevas tecnologías, pretende superar el humanismo y dejar atrás toda limitación, incluido el sufrimiento y hasta la muerte, es, probablemente, su expresión más reciente. La ambición y el olvido de nuestra condición de criaturas provoca rivalidades y conflictos, y esa es la causa de la confusión de las lenguas. Queriendo construir torres, acabamos construyendo muros. No es Dios, sino la pretensión de ocupar su lugar, lo que nos confunde, divide y dispersa. En realidad, Dios no solo no se opone a que lo alcancemos, al contrario, quiere establecer vínculos y compartir con nosotros su propia vida. Por eso, construye puentes y baja a nosotros para ponerse a nuestra altura.
Pentecostés es, hemos dicho, el negativo de Babel: muchos pueblos con muy distintos idiomas pueden entenderse, porque, inspirados por el Espíritu Santo, los discípulos de Jesús hablan el lenguaje universal del amor. Con mucha frecuencia, hablando el mismo idioma no conseguimos entendernos, porque domina en nosotros el espíritu de la rivalidad, la imposición, la negación del otro, el espíritu de Babel. Y, al contrario, cuando existe buena disposición, incluso hablando idiomas distintos que no siempre sabemos, conseguimos entendernos. En Pentecostés no se impone un único lenguaje, sino que cada uno escucha las maravillas de Dios en su propio idioma. Se produce una unidad que no niega la diversidad, no es una unidad impuesta por la fuerza o la violencia que uniforma y excluye las diferencias. El lenguaje del Espíritu es el lenguaje del amor, que ha movido a Dios a aprender nuestro idioma para dirigirnos su Palabra, de tal manera que la podamos entender. Es lo que sucede en la Encarnación del Verbo de Dios, de Jesucristo.
Bajo la acción del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, se produce el milagro de la unidad en la diversidad, que de modo tan vívido nos presenta hoy Pablo. Es la unidad propia del Dios trinitario: un solo Dios en la diversidad de las Personas. A diferencia de la unidad uniformadora y excluyente, la unidad fruto del Espíritu, la unidad del amor verdadero, es inclusiva, respeta, preserva y hasta promueve la diversidad de dones, ministerios, vocaciones, orígenes geográficos y estados sociales.
Es importante, creo, subrayar esta característica del verdadero amor, en este tiempo, obsesionado por la igualdad. Es verdad que somos iguales en dignidad personal, pero esa igualdad no debe traducirse en un uniformismo que penaliza la originalidad de cada uno, como sucede con frecuencia (por ejemplo, con la tiranía de lo políticamente correcto), pretendiendo no sólo que seamos iguales, sino que seamos “lo mismo”: que hablemos, sintamos y pensemos igual. La unidad producto del amor es similar a la que se da en la familia, en la que todos los hermanos, por parecidos que sean, son amados en singular y con las características propias de cada uno. Y el Espíritu Santo, que nos vincula con Cristo, nos introduce precisamente en la familiaridad con Dios, en la que las diferencias nos enriquecen mutuamente para el bien común, como dice Pablo.
En todo caso, no debemos entender esta unidad en la diversidad fruto el amor ni como un estado idílico carente de toda contradicción, ni como una utopía deseable, pero inalcanzable. Es un fruto del Espíritu: es un don que viene de lo alto, de Dios, que, como hemos dicho, quiere compartir con nosotros su vida, y lo ha hecho y lo sigue haciendo en Jesucristo. Se trata, por tanto, de alto real y presente en nuestro mundo. Lucas, que trata de ilustrar al cristiano deseoso de profundizar en la fe, presenta la historia de la salvación analíticamente, diferenciando bien sus diversas etapas, y sitúa Pentecostés al final del periodo de las apariciones del Resucitado y como comienzo del tiempo de la Iglesia. Juan, el evangelista del cristiano maduro y sabio, lo presenta de manera sintética, concentrada. En el evangelio de hoy, el Resucitado se presenta a sus discípulos y exhala sobre ellos el Espíritu ya en el “primer día de la semana”, día de la nueva creación. Pero antes y tras el saludo de paz “les mostró las manos y el costado”. La paz y la unidad son fruto del amor, pero no de un amor romántico y sentimental, sino el de una entrega hasta el final que ha pasado por el trago amargo de la injusticia, el sufrimiento y la muerte. De hecho, todos los evangelistas refieren la muerte de Jesús como un momento de exhalación (cf. Mc 15, 37; Lc 23, 46), en la que entrega el Espíritu (cf. Mt 27, 50; Jn 19, 30). No es posible separar Pentecostés de la Pasión y Muerte y Resurrección de Jesús. Pero esto nos indica que la unidad en el amor que preserva la diversidad y respeta las diferencias exige aceptar la Cruz de Cristo y la disposición a dar la vida. Si recibimos el Espíritu de Jesús, tenemos que, como él, entregarnos, entregar la vida, nuestro espíritu. Y esto no es tarea fácil. La paz que Cristo nos da al exhalar sobre nosotros su Espíritu, y la alegría que experimentamos al encontrarnos con él, conllevan el ministerio del perdón; porque sólo así, reconociendo que no somos perfectos, que pecamos con frecuencia y necesitamos perdonar y ser perdonados, podremos superar la tentación de Babel, que nos acecha permanentemente, evitar la dispersión y la confusión de las lenguas, y aprender el lenguaje universal del amor, que nos introduce en la unidad familiar de los hijos de Dios y hace de nosotros testigos del Evangelio.