El acontecimiento de la Ascensión es mencionado por el evangelista Lucas (aunque hay una referencia al mismo en Marcos 16, 19). Con el mismo Lucas pone simbólicamente el punto final a la breve pero intensísima y decisiva para la historia de la humanidad, de la vida terrena de Jesús, y también el todavía más breve e intenso periodo de las apariciones del Resucitado. Es un punto final que es también un punto de partida: el tiempo de la Iglesia, en que el mensaje evangélico que Jesús ha traído a la tierra debe ser anunciado, propuesto y trasmitido a todo el mundo, a todos los seres humanos, a todos los pueblos y culturas de todos los tiempos, porque por todos ha muerto y resucitado Cristo. La imagen de la Ascensión tiene un carácter simbólico, porque no se trata de una ascensión física, sino que es la invitación a una vida tendida a las dimensiones superiores, pero que se realiza mirando hacia adelante, caminando hacia el futuro.
La idea de la elevación o la ascensión tiene profundas raíces humanas, que todos experimentamos en nuestra vida cotidiana. Todos entendemos expresiones como “tener altos ideales”, “altura de miras”, “valores superiores”; y, en sentido negativo, “rebajarse”, “ser rastrero” o “estar sometido a los bajos instintos”.
Estas imágenes usan en el plano moral y espiritual lo que sentimos espontáneamente en el plano físico. Estamos sometidos a la ley de gravitación universal, esa fuerza de atracción que, en nuestra experiencia cotidiana nos ata al suelo, nos hace tender espontáneamente hacia abajo, y hace que moverse hacia arriba sea difícil y esforzado. Aquella tendencia gravitatoria no es en principio mala: al contrario, es la garantía de estabilidad, solidez y seguridad. Pero esto es solo la base para después construir hacia arriba, para elevarse peldaño a peldaño, de modo más o menos penoso.
En el plano moral y espiritual sucede algo similar. Las dimensiones que llamamos inferiores (como nuestras necesidades materiales más perentorias) no solo no son malas, sino que son bienes básicos, que deben ser atendidas, porque son la condición de nuestra supervivencia y condición de posibilidad de elevarnos a metas más altas.
El peligro está en considerar que, por ser las más básicas y urgentes, son las únicas y a ellas debemos dedicar todos nuestros esfuerzos. Tendemos por naturaleza hacia abajo, es verdad, es la ley de gravitación universal moral, pero también es verdad que aspiramos, también por naturaleza (espiritual o, lo que es lo mismo, personal) hacia arriba. Por nuestra naturaleza compleja (física y espiritual) caemos, sí, pero también queremos volar. Así, en el plano moral y espiritual, tendemos a ser egoístas (nuestras necesidades básicas tiran de nosotros), pero nos sentimos llamados también a una generosidad que, a veces, nos cuesta sangre. Hay una cierta verdad en la afirmación de que “la caridad bien entendida empieza por uno mismo”; pero nos han enseñado que ahí mismo está la medida del amor al prójimo, al que hemos de amar “como a nosotros mismos”. En una palabra, la tendencia a los valores más altos, a las dimensiones superiores, exigen esfuerzo, renuncia y algún sufrimiento. Pero es ahí donde nuestra existencia adquiere dignidad, valor y sentido.
Lo notable es que el movimiento hacia arriba no sólo es complementario con el que se dirige hacia abajo, sino que elevarse exige muchas veces abajarse primero y ocuparse de los valores más básicos, más bajos, si queremos decirlo así. Porque el valor supremo, que es el amor, la sustancia misma de Dios, nos lleva a inclinarnos hacia los que están postrados, para atender su necesidad.
Así es en la Ascensión del Señor, que primero se rebajó, se humilló, se hizo semejante a nosotros, postrados por el pecado y bajo el poder de la muerte, y por esa semejanza asumió hasta nuestra muerte, y una muerte de Cruz (cf. Flp 2, 6-8). Pero como ese abajamiento fue un acto puro de amor, en Él triunfó la plenitud de la vida, la Resurrección, y esa elevación, esa Ascensión nos abre el camino que, unidos a Él, nos conduce a la plenitud de la vida en la comunión con Dios.
Pero ascender con Cristo no significa quedarnos mirando al cielo, ni exigirle a Dios con impaciencia que cumpla nuestros deseos, sino aprender a inclinarnos a nuestros hermanos con el espíritu de sabiduría para conocer a Cristo en ellos, en los que siguen sufriendo; y a caminar hacia adelante, dando testimonio del Evangelio hasta los confines del mundo.