La nueva Jerusalén: la acción del Espíritu en la historia. Homilía del padre José María Vegas. C.M.F., para el 6º domingo de Pascua

Si la quinta semana de Pascua está consagrada al amor, síntesis de las presencias del Resucitado y
testimonio de ellas ante el mundo, en esta sexta semana, a partir del mismo amor, la mirada se
dirige al Espíritu Santo, en la perspectiva del tiempo ordinario, ya próximo: es en la vida cotidiana
donde hay que encarnar el mandamiento del amor y ofrecer el testimonio para que el mundo crea
en Cristo, muerto y resucitado.
De nuevo Jesús nos recuerda que el amor no es un mero sentimiento, más o menos dulce, más o
menos romántico, al estilo de una universal (e imposible) simpatía. El verdadero amor, que procede
de Dios y que recibimos en Cristo, consiste, en primer lugar, en acoger ese don y, en segundo
lugar, en la voluntad de vivir en conformidad con él: guardar y poner en práctica las palabras de
Jesús. El efecto de esa voluntad de amor es un nuevo don: el mismo Dios (el Padre y el Hijo)
vienen a nosotros y hacen morada en nosotros.
Esta inhabitación de Dios en el creyente y entre los creyentes (en la comunidad de los discípulos)
es la presencia en ellos del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es, en efecto, la relación de amor puro
que vincula al Padre y al Hijo. Acoger el amor de Dios y vivir de acuerdo con él es lo mismo que
recibir el don del Espíritu Santo, que actúa y activa en nosotros no solo el recuerdo, sino la plena
comprensión de todo lo que Jesús nos ha dicho. El don del Espíritu Santo nos pacifica por dentro
y nos da valor por fuera para dar testimonio ante el mundo.
Cuando vivimos según el don del Espíritu Santo, que es lo mismo que vivir en Cristo, cuando
amamos con el amor con el que Él nos ha amado, el cielo desciende a la tierra, la nueva Jerusalén,
morada de Dios, se hace presente en este mundo. No se trata de una presencia desvaída e
indeterminada, sino bien concreta y definida: tiene una muralla grande y alta. Tal vez no podamos
identificarla totalmente con la Iglesia, pero sí que podemos ver en ella su expresión más visible,
por su fundamento apostólico. Su carácter determinado no significa que está cerrada sobre sí
misma. La muralla que la rodea está llena de puertas por todos lados, por las que se puede entrar
(para adquirir la ciudadanía celestial), y salir (para llevar el mensaje evangélico a todo el mundo).
La imagen brillante de la nueva Jerusalén no debe llevarnos a engaño, pensando en una situación
ideal sin contradicciones. Recordemos que la nueva Jerusalén desciende a la tierra, en la que sigue
existiendo el mal. Es evidente que la gran noticia de la Resurrección de Cristo y su proclamación
a todas las gentes no significa la apertura de una historia luminosa y sin sombras, donde todo
avanza como en una balsa de aceite. De modo semejante a como la encarnación supone la presencia
real del Hijo de Dios en nuestro mundo, pero una presencia opaca y sometida a todas las
limitaciones que ese mundo impone, la difusión del mensaje pascual se realiza en medio de muchas
dificultades. Hasta ahora, leyendo los Hechos de los Apóstoles, hemos visto sobre todo las
dificultades externas: prohibiciones, persecuciones, prisiones y martirios. Hoy descubrimos que
esas dificultades se dan también dentro de la Iglesia, en la que chocan diversas formas de ver la
novedad de la vida cristiana. La “encarnación” del mensaje pascual choca con inercias de las que
no es fácil liberarse. Para algunos la novedad del Evangelio no es suficiente, y pretenden encerrarla
en los estrechos límites del judaísmo. A ello se oponen con energía Pablo (que de fariseísmo sabía
un rato) y Bernabé. Podemos estar tentados de interpretar el conflicto en términos actuales como
una disputa entre “progresistas” (Pablo y Bernabé) y “conservadores” (los fariseos conversos), con
algunas posiciones “de centro” (Pedro, tal vez). Y este esquema lo trasladamos con mayor facilidad
a nuestra Iglesia de hoy, por ejemplo, respecto de la reciente elección del sucesor de Pedro,
clasificando a los cardenales de manera partidista, según esos parámetros, más políticos que
evangélicos. En cierto modo, esto es inevitable, pues vivimos en este mundo y no somos, ni
debemos ser, herméticos a él. Pero sería un craso erros limitarnos a esas categorías y no ir más
allá.
Ese “más allá” consiste en el encuentro de las diversas partes que se reúnen en la común escucha
de la Palabra de Dios y la docilidad al Espíritu. Cuando esto sucede, las partes en conflicto no se
convierten en partidos que defienden sus intereses, sino puntos de vista que se ponen en común
para buscar el bien de todos, el amor mutuo y la voluntad de Dios.