La perseverancia en la fe y el amor. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F, para el 5º domingo de Pascua

La celebración de la Pascua es un fuerte impulso para nuestra vida cristiana. Es, litúrgicamente, lo que en la vida experimentamos a veces en nuestros asuntos humanos, pero también en nuestro camino de fe: hay momentos en la vida en que todo lo vemos claro, sentimos entusiasmo y fuerza, y caminamos con facilidad, impulsados por un viento favorable, que en el caso de la fe es el viento del Espíritu.

Pero sabemos por experiencia que esos momentos no suelen durar mucho tiempo. La liturgia nos ofrece estos tiempos “fuertes” como momentos de luz que nos renuevan y nos ayudan a superar la rutina, las dudas y las oscuridades que nos frenan e, incluso, nos invitan a abandonar. Pero esta misma liturgia, conocedora de la naturaleza humana, nos prepara con sabiduría para los momentos de sequedad, de desierto, de “normalidad”, que pueden apagar nuestro entusiasmo y amenazar nuestra fidelidad.

Pablo y Bernabé animan a los discípulos, exhortándolos a perseverar en la fe. La perseverancia es la virtud de la vida cotidiana. El ánimo que reciben los discípulos es la llamada a no dejarse llevar por un entusiasmo pasajero, posiblemente causado por la presencia de esos grandes apóstoles entre ellos, a prepararse para una vida cotidiana, más o menos gris, pero que es en la que hay que encarnar la fe que profesan. Para ello, Pablo y Bernabé, además de encomendarlos al Señor, de orar y ayunar por ellos, designan presbíteros. Nos encontramos en la situación de transición a una segunda generación de cristianos, y esto requiere crear estructuras e instituciones que ayuden a mantener el ánimo y a perseverar en la fe, que es lo mismo que perseverar en el amor.

Cuando se habla de estructuras y de instituciones, de prácticas establecidas (como oraciones y ayunos), algunos tuercen el gesto, les parece que se trata de añadidos innecesarios, incluso dañinos, que matan el espíritu, y que habría que aspirar a una forma de vida puramente carismática, espontánea, desligada de normas, cargos y estructuras. Esta actitud, en realidad infantil o adolescente, olvida que el organismo vivo se desploma y desparrama sin un esqueleto que lo estructure por dentro. Decía (creo) Chesterton que cuando los hombres son felices crean instituciones.  Pese a sus peligros (y dónde no los hay) gracias a ellas conservamos y prolongamos esos momentos de felicidad, de luz y de gracia.

La liturgia nos prepara para que la gran luz de la Resurrección no se apague en la vida cotidiana. Y eso exige de nosotros voluntad, perseverancia y una cierta disciplina. Jesús mismo prepara a sus discípulos para una existencia sin su presencia visible. Sus palabras, referidas a su próxima muerte, la liturgia las aplica a su próxima Ascensión a los cielos, que marca el final de ese misterioso periodo, breve pero intensísimo, de las primeras experiencias del Resucitado.

Jesús habla de su glorificación, que para Juan significa su muerte en Cruz, que es al mismo tiempo su victoria. Su victoria ¿sobre qué? Es la victoria del amor sobre el pecado y la muerte. La cruz de Cristo es el mayor acto de amor que se ha dado en la historia, es el amor con el que Dios nos ha amado, el que nos ha dado en Cristo, y es el amor con el que debemos amarnos entre nosotros. Es un amor nada romántico o sentimental; es un amor esforzado y difícil: el amor como disposición a dar la vida por los hermanos, y, por tanto, a pagar un precio de sufrimiento por ellos, como Jesús ha hecho por nosotros.

Es un amor encarnado, concreto, que se traduce en acciones cotidianas, la mayoría menudas, pero que exigen perseverancia y fidelidad. Es un amor que necesitamos alimentar con esos medios instituidos por Dios, por la Iglesia, como la oración y el ayuno, la participación en la Eucaristía, la recepción del perdón…

Puede sonar muy gris, incluso poco atractivo, pero es el modo real en el que vamos haciendo presente en este viejo mundo el cielo nuevo y la tierra nueva, la nueva Jerusalén, el cielo que baja a la tierra, que ha bajado en la encarnación del Verbo, y se ha quedado entre nosotros por la muerte y la Resurrección de Cristo. La perseverancia nos ayuda a ir construyendo ese Reino de Dios en la tierra entre lágrimas, luto, dolor y muerte; pero anticipando ya en esperanza por las obras perseverantes del amor ese estado definitivo en que ya no habrá muerte, luto, llanto y dolor, porque todos ellos han sido vencidos por Cristo, que habita en medio de su pueblo, y al que hacemos visible y damos a conocer comportándonos como discípulos suyos, amándonos unos a otros.