Pastor y cordero. Homilía del p. José María Vegas, C.M.F., para el 4º domingo de Pascua

La imagen del pastor y el rebaño no deben llevarnos a engaño. La relación de Jesús con sus discípulos, con nosotros, no es una relación “de rebaño”, un dirigismo despótico sobre una masa anónima, y que no tiene en cuenta la libertad de cada uno. Al contrario, las mismas palabras de Jesús indican que se trata de una relación personal, de conocimiento mutuo. No es una relación basada en la imposición, la fuerza o el temor, sino en una palabra reconocida por proceder de una voz familiar, y que establece vínculos mucho más fuertes que las que pueden producir las cadenas, sean físicas, psicológicas o de cualquier otro tipo.

El cuarto domingo de Pascua nos muestra una nueva presencia del Señor resucitado: bajo la imagen del buen Pastor, nos indica que esa presencia se prolonga en el ministerio de los pastores de la Iglesia. Y la autoridad real de estos pastores procede por encima de todo de su vinculación con la Palabra, con Cristo, Palabra de Dios encarnada en la humildad de nuestra carne. Las debilidades de los pastores de la Iglesia, hombres como nosotros, no deben debilitar nuestra fe en esta nueva presencia del Resucitado, ligada esencialmente con las anteriores: la comunidad que se reúne en torno a la Eucaristía.

El poder y la autoridad que reciben los pastores, hemos dicho, procede de la Palabra. Y es la palabra el medio, el arma principal, podríamos decir, de que disponen. El Buen Pastor no golpea al rebaño, no lo guía despóticamente y a ciegas, no lo conduce bajo el temor de las amenazas, sino que dirige una palabra encarnada en una voz reconocida, que produce confianza. Y esta voz y esta palabra dirigida a nuestra libertad nos une mucho más que el temor, el poder y la fuerza. Y es que esta relación con el Pastor es la que se da entre el Padre y el Hijo. En Jesús, por medio de su palabra escuchada, acogida y aceptada, nos introducimos en las relaciones familiares propias de la Trinidad.

Que Jesús es un Pastor Bueno y, según la traducción literal del término griego (καλός) Hermoso, significa que su autoridad procede de su poder de atracción, pero que deja siempre a la libertad de cada uno escuchar su palabra, o rechazarla, tomar la decisión de seguirlo, o de alejarnos de Él. Y es que Jesús es en verdad un Pastor del todo peculiar. Como nos dice la segunda lectura, es un Pastor que es al mismo tiempo Cordero: “el Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos.” No es un pastor que sacrifica a las ovejas en su propio beneficio, sino que él mismo se hace Cordero, y se entrega en sacrificio para salvar la vida de las ovejas. No es un Dios que nos salva “desde arriba”, sin tomar parte en los sufrimientos de los que nos salva, sino que se hace hombre como nosotros y participa plenamente de nuestra condición humana, de nuestros dolores y también de nuestros pecados, porque, sin tener pecado, los toma sobre sí para salvarnos de la muerte a la que esos pecados nos conducen.

Esta relación, basada en la palabra (y, por tanto, en el respeto de nuestra libertad), y en la entrega generosa de sí, es la que funda la relación que nosotros debemos establecer entre nosotros y con el mundo al que Jesús mismo nos envía. Las relaciones entre nosotros deben ser fraternas, familiares, basadas en la confianza y el respeto, y en la disposición a dar la vida unos por otros. La segunda lectura nos habla de una multitud inmensa, que es la multitud de los mártires, pero también de los que, sin llegar al martirio, viven en esa disposición a dar la vida. En esa multitud estamos todos nosotros.

Y la relación con el mundo al que Jesús nos manda en misión, no debe entenderse como conquista, imposición o propaganda. Es, de nuevo, una relación basada en el testimonio de fe y en la palabra dirigidos a la libertad de cada uno, que deja abierta la posibilidad de la aceptación o al rechazo.

No debemos caer en la depresión o el desánimo cuando experimentamos este último. Es verdad que el rechazo nos entristece, como debió entristecer a Pablo la contumaz oposición de aquellos judíos de Antioquia de Pisidia, ya que estaban rechazando lo que ellos mismo esperaban: el cumplimiento de las antiguas profecías. Vemos que el rechazo del Evangelio no es cosa de ahora sino de todo tiempo. En este que vivimos nosotros asistimos (con tristeza) a una gran y masiva apostasía por parte del mundo occidental, tradicionalmente cristiano, aunque haya un “resto del nuevo Israel” que reconoce la voz del Buen Pastor y lo sigue. Sin embargo, si el rechazo por parte de aquellos judíos contemporáneos de Pablo fue ocasión para el anuncio evangélico a los gentiles, hoy vemos también que el rechazo de Jesús por parte del mundo tradicionalmente cristiano va acompañado de un crecimiento real de la fe cristiana en tierras de los nuevos gentiles, especialmente en África y Asia. Y esto nos recuerda que la salvación en Cristo no tiene un sentido meramente cultural o geográfico, sino que está abierta y dirigida a una muchedumbre inmensa e incontable de toda raza, pueblo, lengua y nación.