Tras la muerte de Jesús se produce la dispersión de los discípulos. Se trata, como vemos en el Evangelio de hoy, de una dispersión relativa: algunos siguen vinculados, tal vez por su origen galileo (aunque entre ellos se encuentra el “discípulo amado”, que, dicen los expertos, era de Jerusalén).
En todo caso, vemos que los discípulos vuelven a lo de siempre: en un ambiente algo depresivo, después de las grandes ilusiones que despertó en ellos Jesús, y de la enorme frustración de su infamante muerte, que los marcaba también ellos, se convierten de nuevo en pescadores solo de peces. Se ve que los primeros signos de la resurrección (cf. Jn 20, 19-29) no fueron suficientes; o puede ser que esta vuelta a Galilea está relacionada con la orden (que Juan no recoge) del ángel de volver a Galilea (cf. Mc 16, 7). Se trata de un grupo que vive entre la frustración, la duda y la esperanza. Esta última se ve en que siguen juntos; la frustración y la duda, en esa vuelta a la cotidianidad, que les resulta, sin embargo, vacía: no pescaron nada.
La esperanza es la apertura a un don, a una gracia y una presencia sorprendente e inmerecida. En medio de la frustración Jesús se hace presente. Que la situación de los discípulos no es la mejor se echa de ver en que no lo reconocen. Que en ellos anida la esperanza lo vemos en que, pese a todo, hacen caso al desconocido y se produce una fecundidad inesperada, y abren los ojos para ver al Señor. Es significativo que lo reconoce el discípulo amado: como sucedió en Jerusalén con María Magdalena, es el que está más tocado por el amor, el que reconoce y anuncia: “¡es el Señor!” El testimonio, la fe compartida, produce su efecto (por eso debemos hablar, no guardarnos nuestra experiencia de Cristo): Pedro, desnudo porque ha vuelto a ser solo Simón, el pescador de peces, se pone la túnica, se reviste de nuevo de Pedro, el pescador hombres, y se lanza al mar desde la barca. La barca con los discípulos, por la presencia de Jesús, se convierte en la Iglesia, que sale de sí hacia el mar del mundo, porque la gran noticia de la Resurrección es para todo el mundo, para todas las naciones, representadas en esos 153 peces grandes, que no rompen la red, porque en el Reino de Dios hay sitio para todo el mundo.
Ahora bien, esa misión universal de Pedro (y de todos los discípulos) ¿en qué consiste? ¿Cómo llevarla a cabo? El diálogo entre Jesús y Pedro después de comer nos da indicaciones preciosas al respecto. No es la fuerza de la espada (cf. Lc 22, 39; Jn 18, 10), ni las propias ideas sobre cómo ha de ser esa misión (cf. Mt 16, 22), ni la seguridad en sí mismo, que conduce fácilmente al orgullo (Mt 26, 33), sino solo la plena confianza en Jesús, que ha pasado por la dura prueba de la cruz, lo que nos habilita para la misión. Jesús pregunta a Padre si lo ama “más que estos”, como él había asegurado, y con un amor incondicional, que los cristianos expresaron acuñando un nuevo término: “ágape” (con el que Jesús ha amado a sus amigos, cf. Jn 15, 12-13); pero Pedro responde diciendo que ama a Jesús con el amor limitado del que es capaz (filía). Jesús insiste, ya sin comparaciones, pero de nuevo con ese ágape o amor incondicional. Y Pedro vuelve a responder que ama con un amor verdadero pero limitado. Por fin, Jesús rebaja la exigencia y en la tercera pregunta usa también el verbo “fileo”. Y ahí Padre se entristece, entendiendo tal vez que Jesús descubre y acepta su debilidad, y responde de nuevo usando ese verbo “fileo”, como reconociendo que, como mostraron sus negaciones, su amor todavía no ha llegado a la perfección.
Sin embargo, Jesús le confía la misión de pastorear sus ovejas, que significa la disposición a dar la vida por ellas, como el buen pastor. Pedro, al reconocer por fin su debilidad, se deja llevar por el Maestro. Si antes se atrevía a enmendar al Maestro y asegurar lo que no estaba en grado de dar (se ceñía el mismo e iba a donde quería), ahora, siguiendo a Jesús por la vía de la cruz, se deja ceñir y llevar a donde, en principio, no quiere. Este “sígueme” que escucha de nuevo de la boca de Jesús es el camino que lleva del amor imperfecto (fileo) al amor incondicional (ágape).
Es esta humildad que no confía en las propias fuerzas, sino solo en Cristo, la que habilita para la misión, y da el verdadero coraje apostólico, para enfrentarse, si es necesario, a los poderes de este mundo sin miedo, porque “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, es capaz de proclamar que la derrota de la cruz es una victoria, porque es la victoria del amor: el cordero degollado es digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.
Y nosotros, todos, con Pedro a la cabeza, estamos llamados a crecer siguiendo a Cristo hasta ese amor perfecto, que da la vida por los hermanos, es decir, a responder a la llamada de Jesús, con la firme y escueta respuesta de los cuatro vivientes: “Amén”.