De la cerrazón a la apertura (de lo viejo a lo nuevo). Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el 2º domingo de Pascua

¡Cristo ha resucitado! Lo proclamamos e insistimos: ¡verdaderamente ha resucitado! Pero, ¿en qué
se nota? ¿No sigue el mundo y su historia su marcha de siempre?, con las mismas sombras de
siempre, con las mismas dosis de violencia, dolor e injusticia, que provocan cerrazón,
desconcierto, turbación y temor.
Vemos la cerrazón provocada por el temor a las amenazas de muerte del entorno inmediato en los
mismos discípulos de Jesús, recluidos “con las puertas cerradas por miedo a los judíos”. Ese es el
cuadro con el que se abre el Evangelio de hoy. Pero es en ese mismo cuadro en el que empezamos
a ver los efectos reales de la resurrección de Cristo. Donde reinaba la turbación y el temor se hace
presente el sentimiento de paz, y donde había tristeza brota la alegría. No es una paz como la que
da el mundo: la paz de los cementerios, de la sumisión o de las componendas. Es la paz que da
Cristo (cf. Jn 14, 27), que se puede experimentar en medio de las turbaciones y las luchas de este
mundo. Y lo mismo la alegría. No es un sentimiento pasajero y fugaz, sino que se trata de una
alegría que brota de lo más hondo del propio ser y que nadie nos puede arrebatar (cf. Jn 16, 22).
En el ánimo de los discípulos se instala un espíritu nuevo, al espíritu de temor, cerrazón y tristeza
le sucede el Espíritu del Señor, que abre perspectivas nuevas e inesperadas. Es verdad que no ha
desaparecido el mal de la faz de la tierra, como no han desaparecido las amenazas de muerte. Pero
si en el mal extremo de la muerte se ha manifestado la Resurrección, es posible oponer al mal en
todas sus formas el bien extremo del perdón. Hemos sido perdonados, porque Jesús ha tomado
sobre sí el pecado del mundo, por eso es posible que nosotros perdonemos a los que nos amenazan
y ofenden.
La paz, la alegría en el Espíritu y el perdón, como el primer fruto de la resurrección, nos abren al
mundo, pero no nos cierran los ojos ante el mal que sigue existiendo. Lo vemos en el cuerpo de
Cristo que, aunque resucitado, es un cuerpo herido con las marcas de la pasión.
El cuerpo resucitado y herido de Cristo se hace presente de forma misteriosa e inesperada entre
sus discípulos enriqueciéndoles con todos esos dones. Esa misma presencia es un don, pura gracia
de Dios, que toma completamente la iniciativa para rescatarnos del pecado y de la muerte. Pero a
esa gracia hay que responder con la acogida en fe de Cristo. Este acto de fe, aunque personal, no
es puramente individual, pues, como la misma experiencia del resucitado, tiene sentido
comunitario. Por eso Tomás, ausente en este primer encuentro, no pudo ver al Señor. Es
precisamente su retorno a la comunidad “el primer día de la semana”, el día de la reunión
eucarística, la que le permite encontrarse con el Señor resucitado y vencer su incredulidad.
Las, en apariencia, duras condiciones que pone Tomás para creer: tocar las heridas y meter la mano
en el costado, tienen, en realidad, un profundo sentido eclesial y humano. Sin esas heridas, que
dicen que el que se encuentra con su comunidad es el mismo que pendió de la cruz, la fe podría
ser una mera alucinación colectiva. La nueva vida de la resurrección no puede olvidar ni hacer
abstracción de la dura experiencia de la cruz. Porque lo que lleva a Jesús a la cruz sigue presente
en el mundo, y también en la Iglesia, que es el mismo cuerpo de Cristo, y un cuerpo herido. Tocar
las heridas significa no ocultarlas, reconocerlas, afrontarlas, sentir el dolor de ese contacto. Solo
así es posible que esas heridas nos curen: “sus heridas nos han curado” (cf. Is 53, 5; 1 P 2, 24), es
decir, solo así podemos pasar realmente de la cerrazón a la apertura, de la tristeza a la alegría, del
temor al perdón, solo así recibimos realmente el Espíritu de Jesús.
Y es ese Espíritu el que nos constituye como una comunidad bien definida, reconocible por el
común acuerdo, que es la fe común en el Señor resucitado, y el perdón y la reconciliación
alcanzadas por esas heridas tocadas sin temor. Que la comunidad tenga un perfil propio por la fe
es lo que la distingue de los demás, que, como dice la primera lectura, no se atrevían a juntarse
con ellos. Pero esto no dignifica que sea una comunidad cerrada, pues ya hemos dicho que la
presencia del Señor resucitado en ella la abre a todo el mundo. Se trata de una comunidad,
podríamos decir, “porosa”, permeable, que sale de sí haciendo el bien a todos sin distinción, como
vemos en esa misma primera lectura, un bien que es el gran signo de un bien mayor, la resurrección
de Cristo, que es para todos, y por el que llama a todos a unirse a ella por el vínculo de la fe.
Preguntábamos al principio, ¿qué ha cambiado realmente en el mundo tras la resurrección de
Cristo? Aparentemente el mundo sigue su curso, como antes del acontecimiento pascual. Pero, en
realidad (una realidad que solo se puede captar en fe) la resurrección se ha convertido en el sentido
de la historia, porque el que estaba muerto y ahora vive tiene en su poder las llaves de la muerte y
del abismo (él es el vencedor del mal, del pecado y de la muerte), y es el que está dando sentido a
todo lo que sucede, y también al futuro que ha de suceder. Unirse a él por medio de la fe, “verlo”
y “tocarlo” participando de la comunidad eucarística, significa caminar en el verdadero y definitivo
sentido de la historia, que no es un destino inexorable, sino que Dios, en Cristo y por medio del
testimonio de la Iglesia, ofrece a la libertad de cada uno.