El pecado y la muerte, el perdón y la vida. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 5º domingo de Cuaresma

“La paga del pecado es la muerte” (Rm 6, 23). El pecado conduce a la muerte, el pecado realmente mata. El que lo comete realiza un pequeño suicidio, se hace daño a sí mismo, porque se aleja de la fuente de la vida. Pero también es una forma (en mayor o menor escala) de asesinato, porque daña a los demás, en ocasiones de propio intento. Se puede suprimir a una persona no sólo físicamente, también moral, socialmente, etc.

En la escena del Evangelio de hoy una mujer pecadora (adúltera) es conducida a la muerte por unos hombres celosos de la ley, que pretenden ser representantes de la justicia divina. Es el propio pecado de la adúltera el que, al parecer de estos hombres, dicta sentencia: ella misma es responsable de su muerte. Si la muerte es “lo irremediable”, hay quienes, llevados de un celo excesivo, consideran que no hay salida al pecado, el que ha pecado lo es sin vuelta atrás, sin remedio ni perdón. Sólo queda la muerte. No creen estos tales que Dios puede abrir caminos en el mar y en el desierto, ni sendas en las aguas impetuosas, que algo nuevo y bueno puede brotar en el que ha pecado.

El problema es que, si es así, tampoco estos hombres justicieros pueden albergar esperanza. También ellos son pecadores, porque ¿quién no lo es? Los que condenan el pecado de debilidad de la mujer (quién sabe, por cierto, con quién, pues el adulterio es siempre cosa de dos) son reos del pecado de inmisericordia, que es una forma extrema del pecado radical de soberbia. No son, realmente, sembradores de justicia, sino solo de muerte. Su voluntad de muerte, además, se dirige también y sobre todo contra Jesús, pues si conducen a la mujer ante él es pare tenderle una trampa sin posible salida: o está contra la ley de Moisés que manda apedrear, y se hace reo de impiedad, o está contra la ley romana, que prohíbe que nadie, excepto el poder romano, ejecute la pena de muerte, y puede ser acusado de sedición. Y, en todo caso, cualquiera que sea la respuesta, está se volverá en su contra, por contradecir la ley de Moisés, que, como él mismo dice, no ha venido a suprimir, sino a perfeccionar (cf. Mt 5, 17).

Pero Jesús sí que es capaz de abrir caminos en el mar y en el desierto, y sendas en la aguas impetuosas, es capaz de ver lo nuevo que está brotando, de olvidar lo viejo. Lo viejo es el pecado y su paga que es la muerte. En Cristo triunfa el don de gracia que es la vida (cf. Rm 6, 23). Lo nuevo que está brotando está presente en Jesús, porque en él está sucediendo un nueva creación, y esta vez no de la nada, sino de lo que es menos que la nada, que es el pecado. Y Jesús ve lo nuevo en el fondo del corazón de la mujer, condenada por adúltera, pero recreada y nacida a una vida nueva por el perdón.

Los que apelaban a la ley de Moisés tal vez no alcanzaron a comprender que Jesús no niega la ley de Moisés, sino que la perfecciona, y él, que escribe con su dedo en las losas de piedra del templo, es la nueva ley y el nuevo templo. Por eso, él, el único que no tenía pecado (y, por tanto, tenía el derecho de arrojar la piedra), desafía a los acusadores de la mujer, pero al hacerlo los llama a mirar dentro de sí, a reconocer su pecado y su necesidad de misericordia.

Así, Jesús salva a la mujer de la muerte y del pecado (“no peques más”), se salva a sí mismo, y salva también a los servidores de la muerte, que se retiran avergonzados (quién sabe si iniciando un proceso de conversión).

Es verdad que Jesús se salva de la muerte, pero solo de modo provisional. Estamos en las puertas del gran misterio pascual: Jesús no rechaza entregar su vida a la muerte, la paga del pecado, porque carga con el pecado del mundo. Pero lo hace para quitarle al pecado y la muerte su poder, para que la misericordia que ha derramado sobre la mujer adúltera, se derrame también con abundancia sobre toda la humanidad, sobre todos los pecadores, para que escapen de la muerte y alcancen la resurrección.

Los acusadores de la mujer eran fariseos. Fariseo era Pablo de Tarso, que dejó lo antiguo, la justicia de la Ley, para ganar a Cristo. En él vemos que la conversión está abierta a todos, también a nosotros: a ejemplo suyo, dejemos lo que queda atrás y lancémonos hacia adelante, para ser de nuevo testigos y partícipes de los padecimientos y la muerte de Cristo, para ser partícipes también de su resurrección. Una resurrección que ya gustamos en esta vida por medio del misterio del perdón, la reconciliación y la misericordia. También a nosotros nos dice hoy Jesús: “no te condeno, vete y en adelante no peques más”.