La primera lectura narra escuetamente la llegada de Israel a la tierra prometida. Es como la llegada a casa, tras un largo viaje, lleno de tentaciones y peligros, que, a través del desierto, va de la esclavitud a la libertad. “Sentirse en casa” es sentirse libre, relajado, sin miedo, confiado.
También el hijo menor de la parábola regresa a casa. También él ha hecho un largo y peligroso viaje. Él mismo se fue de casa, que abandonó buscando una libertad sin límites, la que, según le parecía, no le ofrecía la casa paterna. Es un sueño muy humano: atravesar límites, no depender de nadie, no rendirle cuentas a nadie. Pero, como muestra esta densa parábola, ese camino puede ser, y es con frecuencia, un camino que lleva a la esclavitud, a la dependencia, al vacío y la pobreza interior, a la impureza (representada en los cerdos), al hambre de sentido, de ser amado, de saberse hijo.
Jesús narra escuetamente el camino esencial realizado por el hijo pródigo hacia la verdadera libertad. El primer paso es “entrar dentro de sí”: prestar oído a las voces interiores que nos recuerdan nuestra verdadera identidad. En este “entrar dentro de sí” podemos descubrir eso que se llama la vida interior, que tenemos tan descuidada, distraídos por los múltiples estímulos que nos solicitan continuamente. A veces una situación de postración, enfermedad, soledad, fracaso, tristeza pueden ser la ocasión para entrar dentro de sí, romper con la superficialidad, y escuchar, tras esas voces interiores, la llamada del mismo Dios.
El segundo paso es levantarse y ponerse en camino. Si el primer momento expresa lo que, en sentido amplio, podríamos llamar la mística (la vida interior, la oración), este segundo tiene que ver con la ética, la voluntad de ponerse en pie y caminar. Es un verdadero proceso vital en el que algo cambia profundamente dentro del hijo. A veces se dice que volvió sólo porque tenía hambre, para que, al menos, le dieran de comer. Yo creo que la cosa fue mucho más radical. Cuando al pensar sus palabras de arrepentimiento a su padre concluye con ese “trátame como a uno de tus jornaleros”, lo que está en el fondo diciendo es que ahora está dispuesto a servir. Es verdad que también dice “ya no soy digno de llamarme hijo tuyo”, reconociendo su pecado. Pero ser hijo y servidor son cosas compatibles: Jesús mismo, el Hijo de Dios, está en medio de nosotros como servidor de todos (cf. Lc 22, 27).
El tercer momento es el de la fiesta y, si se quiere, el de la estética (el vestido nuevo, el anillo en el dedo, la música y el baile). Llama la atención que el padre no lo esperaba sentado en casa, pues lo vio “cuando él estaba todavía lejos” y salió a buscarlo. Es verdad. Dios nos busca, no deja de buscarnos, no desespera de ninguno de nosotros. Y sale de sí, lejos, para salirnos al encuentro. Lo ha hecho sobre todo y de manera definitiva en Jesús. Y no lo hace para echarnos en cara nuestro pecado, ni para castigarnos, sino para, con sus besos y abrazos, devolvernos nuestra condición de hijos amados.
No debemos olvidar que la parábola se la cuenta a Jesús a escribas y fariseos que le espetaban “este acoge a los pecadores y come con ellos”. Es el mismo despectivo “este” del hijo mayor (este hijo tuyo). El hijo mayor es, en realidad, el centro de la parábola. Es la figura de los “buenos”, los que “cumplen” (y que conste que la bondad y el cumplimiento son cosa buena), pero lo hacen (y esto es lo malo) exigiendo recompensa, sin entender la gracia y la suerte de ser hijo, de estar en casa, y además juzgan y condenan, y no se quieren reconciliar con sus hermanos.
En realidad, el centro de la parábola es el padre. Al retratarlos con la figura del hijo mayor, Jesús está presentando a escribas y fariseos una imagen de Dios radicalmente nueva: el Dios que respeta la libertad de sus hijos, que les da con justicia lo que les pertenece (aunque sea un don), pero que recibe con un derroche de gracia y generosidad al que vuelve arrepentido. Y así como sale al encuentro del hijo menor, cuando estaba todavía lejos, sale también a buscar al mayor, que no quiere entrar en la casa y participar de la fiesta. También este está lejos, con un exilio tal vez peor, por ser menos visible. Cuando, tratando de convencerlo, le dice “todo lo mío es tuyo”, le está recordando que lo más propio del padre es el hijo que ha regresado, y, por tanto, esto es lo más propio del hijo mayor, su propio hermano.
Este domingo cuarto de Cuaresma es una gran llamada a la reconciliación. Es una llamada a todos nosotros: a caer en la cuenta de la gran suerte que tenemos de sabernos y ser hijos de Dios; a abrir los ojos con realismo al mal que podemos hacer, entrando dentro de nosotros mismos, confesando con humildad nuestros pecados; a caminar en actitud de servicio; a celebrar con alegría el misterio de la reconciliación y la gran fiesta de la Eucaristía; y, finalmente, a convertirnos nosotros mismos en ministros de la reconciliación, a imagen de nuestro Padre. Se trata no sólo de no provocar o extremar los conflictos con actitudes de dura condena, sino de ir más allá, salir de nosotros mismos al encuentro de los demás, sanando heridas, perdonando ofensas, fomentado la fraternidad que Jesús ha venido a traernos y que es el camino por el que podemos llegar a casa.