Dios se aparece a Moisés como un fuego que arde sin consumir, es decir, sin destruir. Se manifiesta, por lo tanto, como una fuerza poderosa (es fuego) pero salvadora, benéfica. El fuego que no destruye da vida: calienta, ilumina, purifica… Así es la acción salvadora de Dios. Es ciertamente fuerza que se afirma a sí misma: “soy el que soy”. Y, pese a ser una fuera misteriosa, que exige respeto y seriedad (de ahí la exigencia de descalzarse y cubrirse la cabeza) se muestra, al mismo tiempo, como cercana, sensible a los sufrimientos del pueblo, y dispuesta a liberarlo de la esclavitud. De hecho, “el que es” es también “el que será”, el Dios que estará cerca de los suyos con fidelidad y cumpliendo sus promesas. La imagen de Dios que se le revela a Moisés se hace plenamente patente en Jesús, que ha venido a traer fuego a la tierra (cf. Lc 12, 49), un fuego que purifica y salva, un bautismo de fuego y Espíritu (cf. Mt 3, 11), que no es otra cosa que la propia muerte de Jesús en la cruz, el entero misterio pascual. La imagen del fuego es muy expresiva. De hecho, es muy difícil imaginarse una vida humana sin el fuego. Pero también sabemos que el fuego debe ser usado con cuidado, con seriedad y respeto, pues de lo contrario puede dañarnos, incluso destruirnos. La Biblia también os recuerda ese carácter destructor del fuego: Sodoma y Gomorra (cf. Gn 19, 24), que simbolizan el final del mundo, especialmente el mundo viejo del pecado, que no puede perdurar (cf. 2P 3, 7). Es el fuego destructor de la pasión, de la ira, de la violencia y el odio, el fuego del pecado. Podemos pensar que el fuego divino es al mismo tiempo el fuego que castiga y destruye y el fuego que purifica y salva. Pero, en realidad, Jesús hoy nos enseña que no es así. Lo hace a propósito de dos episodios dramáticos ocurridos en Jerusalén en aquellos días y que habían conmocionado a toda la ciudad, probablemente a todo Israel. El primero es un cruel castigo que Pilato había impuesto a unos galileos, uno de esos acontecimientos atroces que emanan tantas veces a de la voluntad humana. El otro, un suceso desgraciado pero fortuito: el derrumbe de una torre que había provocado 18 víctimas mortales. Jesús advierte, por un lado, que esas muertes no eran consecuencia de los pecados de las víctimas (que, por haber terminado así, debían ser “más pecadores” que el resto). De este modo, Jesús afirma que no son víctimas de un castigo de Dios, puesto que, si eran pecadores, lo eran en la misma medida que el resto. Pero, además, Jesús nos hace una segunda advertencia: “si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Es verdad que el pecado conduce a la muerte, pero no a la muerte física, provocada por la crueldad humana, los accidentes, u otras causas naturales; sino la muerte radical que supone el alejamiento de Dios. Morir, morimos todos. La muerte física es inevitable. Pero existe otra muerte, la muerte espiritual, que sí podemos evitar arrepintiéndonos de nuestros pecados. De hecho, Jesús, galileo de adopción, va a compartir pronto el trágico destino de aquellos galileos, y también a manos de Pilato; y va a ser la muerte más injusta, violenta y cruel que cabía sufrir: la muerte en Cruz, reservada a los peores criminales. Pese a que Jesús no tenía pecado, asume esa muerte porque carga sobre sí los pecados del mundo, y nos obtiene así el perdón. Pero nosotros debemos aceptar ese sacrificio, de la cruz, acoger el perdón que Dios nos ofrece en Cristo, arrepentirnos y convertirnos a una vida nueva: “si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Si no nos convertimos elegimos el fuego que destruye y consume, que nos destruye y nos consume. Pero si acogemos la llamada de Jesús a la conversión, entonces elegimos el fuego que Jesús ha traído a la tierra para liberar, salvar y purificar, que solo destruye el pecado y el mal, y limpia la imagen de Dios en nosotros, y nos eleva a la categoría de hijos de Dios en el Hijo, Jesucristo. Jesús ilustra esta llamada la conversión con la parábola de la higuera estéril. La Biblia compara con frecuencia al pueblo de Dios con una higuera (cf. Os 9, 10; Is 28, 4; Jr 24, 1-10; Mi 7, 1), llamada a dar frutos. Pero si la higuera resulta estéril y no da frutos, está abocada a la destrucción; si el pueblo de Dios, que hoy somos nosotros, no damos frutos de vida ante Dios y ante los hombres, si no damos frutos de conversión, entonces caminamos a la muerte espiritual, al alejamiento de Dios. El tercer Domingo de Cuaresma es el domingo de la purificación. La purificación por el Bautismo (el evangelio de la samaritana en el ciclo A) y la del templo (en el ciclo B) lleva consigo la purificación de nuestra imagen de Dios y la nuestra propia por medio del fuego de la conversión (ciclo C, el de este año). Esa doble purificación es esencial para que nuestra vida no sea estéril y dé frutos. Y Jesús, lo vemos en la parábola, que no quiere la destrucción de nadie, derrama sobre nosotros la paciencia de Dios, y nos ofrece los medios (cavar, echar estiércol: profundizar, abonar nuestra vida con medios de vida, como los sacramentos de la Eucaristía y la reconciliación) para superar la esterilidad y llegar a ser fecundos dando frutos para la vida del mundo.