Cuando estamos deprimidos es difícil ve con amplitud de miras, con perspectiva abierta y
esperanzada. A veces, el estado depresivo depende de factores internos, como dificultades
personales, profesionales, familiares, por enfermedades, fracasos o conflictos… En otras
ocasiones, las causas pueden ser externas, aunque nos toquen más o menos de cerca, como cuando
sentimos vivamente que la justicia no triunfa, o, en clave religiosa, que la fe va siempre a menos,
que las iglesias se van quedando vacías y que la misma Iglesia pierde influencia, por esa misma
crisis de fe y también por los escándalos que, por desgracia la afligen, y que tanto se publicitan
con grandes altavoces.
La situación de Abraham era ciertamente depresiva, especialmente en una cultura que
sobrevaloraba la descendencia, que era prácticamente la única esperanza de pervivencia que se
tenía. Abraham era un anciano sin hijos y con una mujer estéril. Y en esa situación depresiva y sin
esperanza recibe una promesa de vida sobreabundante, que ni siquiera las estrellas del cielo sirven
para expresarla. Hace falta mucha fe para creer en una promesa semejante. Pero Abraham cree, y
además actúa. Para acoger las procesas de Dios hay que ponerse en movimiento, no se trata de
esperar sentado. Es lo que vemos simbólicamente en la preparación del sacrificio, con el que
Abraham acepta la promesa de Dios y sella con Él un pacto, aunque la consumación del sacrificio
será obra de la gracia del Dios que promete y cumple.
La situación vital de los apóstoles y discípulos de Jesús, cuando se produce el acontecimiento de
la Transfiguración, era también crítica, para nada alegre. Pese a su fe sincera en Jesús como el
Cristo (cf. Lc 9, 18-21), de su participación en su misión e, incluso, en su poder (cf. Lc 9, 1-6), las
perspectivas a las que se enfrentan y que Jesús les revela abiertamente no son halagüeñas: Jesús
les anuncia el rechazo que va a sufrir por parte de las autoridades, su condena y su muerte; y,
además, añade, los discípulos, así como participan en su misión y en su poder curativo, deben estar
dispuestos a participar en su muerte en cruz, si quieren hacerlo también en su resurrección (cf. Lc
9, 22-25).
Ante las sombras de muerte es fácil perder la perspectiva que va más allá de lo inmediato, y caer
en la tentación de vivir para sí mismo, y rechazar, como dice Pablo con lágrimas en los ojos, la
Cruz de Cristo, y poner la salvación en formas falsas de religiosidad (y otros sucedáneos pseudo
religiosos) que sólo son, como dice él mismo, “cosas terrenas”.
Pero Jesús no nos abandona en esta oscuridad y nos da la luz para superar la tentación.
Este es el sentido de la Transfiguración. Es un regalo de luz y una invitación a elevar la mirada.
Se trata de esos momentos de gracia en que vemos y entendemos: de repente se nos abre el corazón
para entender las Escrituras (cf. Lc 24, 27-32).
¿De qué hablaban Moisés y Elías con Jesús? En medio de la luz hablaban de su muerte que se iba
a consumar en Jerusalén. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Él, sólo de Él, por eso,
sólo a la luz de Cristo es posible entender las Escrituras.
Es claro que los momentos de luz, cuando entendemos y lo vemos todo claro, quisiéramos
retenerlos de alguna forma, nos gustaría permanecer en esta situación para siempre. Pero la luz
nos es dada para seguir el camino: hay que bajar del monte Tabor para subir a otro monte, el monte
de la Calavera, el Gólgota, el monte de la Cruz, el de la entrega total de la propia vida por amor
(que es la verdadera luz de la vida). Y es que la luz que recibimos por la fe no es solo para nosotros,
sino que por medio del testimonio de fe y de las buenas obras, nos es dada para comunicarla a
otros, a nuestros hermanos, especialmente los más necesitados, a los que se encuentran en situación
de oscuridad, desesperanza o depresión.
Podemos entender por qué, de modo tan significativo, los catecúmenos reciben en este segundo
domingo de Cuaresma el Evangelio (la luz de la Palabra) y la Cruz. Todos, junto a ellos, estamos
invitados a renovar nuestra fe acogiendo también de corazón la Palabra que nos habla “de su
muerte, que iba a consumar en Jerusalén”.