“En el mucho hablar no faltará pecado” dice el libro de los proverbios (Prov. 10, 19). Es una
exhortación a la prudencia en el hablar, como dice también un proverbio de la literatura clásica
española: “No hay cosa más difícil, bien mirado, que conocer a un necio si es callado” (Alonso de
Ercilla y Zúñiga). Y es que las palabras, y esas palabras que no se pronuncian, y que son nuestras
acciones, revelan nuestro interior. De ahí la importancia de atender a ese mundo interior nuestro
del que brotan palabras y acciones, buenas y malas, revelando nuestras bondades, pero también
nuestras limitaciones, nuestros defectos y nuestros pecados.
Porque, siendo sinceros, por mucho que tendamos a auto justificarnos, debemos reconocer que
nuestras palabras y acciones no son siempre edificantes y constructivas, y nos revelan (a nosotros
mismos y a los demás) esas limitaciones, defectos y pecados que habitan en nuestro interior.
El problema suele ser que no siempre estamos atentos a esas limitaciones propias, pues no resulta
cómodo mirar a ese mundo interior que no es del todo puro, y, además, porque nos llaman mucho
más a atención las limitaciones y defectos ajenos, que nos molestan en mayor o menor grado, y
que son también expresión de un mundo interior que, sin embargo, nos resulta inaccesible.
Y precisamente esa mayor atención que prestamos a los defectos ajenos, la mota en el ojo ajeno
(unida a la falta de atención a los propios, a la vida en el propio) es la causa de esa ceguera que
Jesús denuncia hoy en el texto evangélico.
Recordemos que Jesús pronuncia estas palabras en el contexto del “discurso inaugural”, que es la
versión de Lucas del Sermón del Monte en Mateo. Las pronuncia después de haber elegido a los
Doce, de curar a muchos, y de anunciar las Bienaventuranzas y proclamar el amor a los enemigos.
Las pronuncia “mirando a sus discípulos” (Lc 6, 20). Es decir, son palabras dirigidas directamente
a los que han respondido a la llamada al seguimiento y lo reconocen como su Maestro. Son los
discípulos llamados a participar activamente en la misión de Jesús, a los que envía a proclamar el
Reino de Dios y a curar (cf. Lc 9, 1; 10, 1). Pero antes de ser enviados a enseñar, a anunciar el
Evangelio, siendo reflejos del único Maestro y Señor, Jesús les advierte que para poder hacerlo
antes tienen que aprender a ser discípulos, a dejarse enseñar, a acoger la Palabra de Jesús, y tomar
buena nota de su modo de vida. Esta actitud de apertura y discipulado incluye también la
disposición dejarse corregir. La Palabra de Jesús es una Palabra de vida, pero, por ello mismo, es
una palabra de cura, sobre todo las enfermedades del espíritu, que nos purifica. Y su efecto sanador
es posible solo si somos capaces de reconocer el mal que hay en nosotros.
No se trata en absoluto de una mirada y una actitud lúgubre, negativa y pesimista, sino, al contrario,
encontramos aquí una visión esperanzada, optimista: no somos perfectos, en ocasiones podemos
llegar a ser malos, el pecado nos afecta realmente, pero esto no es un destino irremediable, ni una
maldición sin salida. Al contrario, Jesús nos dice que es posible superar el mal, que podemos ser
mejores, que disponemos de posibilidades positivas que, tal vez, todavía no hemos ensayado, que,
en definitiva, el bien que nos habita por dentro (nuestra imagen de Dios) es más profunda, fuerte
y radical que todas esas sombras que también tenemos. Nos dice, en definitiva, que podemos
convertirnos, crecer, porque, abiertos a la acción benéfica de Jesús, su Palabra opera realmente en
nosotros.
Sin este proceso nos parecemos a esos ciegos que guían a otros ciegan y los llevan a caer en el
hoyo, o a esos árboles malos que dan frutos amargos. Pero haciendo el proceso del discipulado (en
la escucha cotidiana de la Palabra, alimentando nuestro interior con el pan y el vino eucarísticos,
cuerpo y sangre de Cristo, reconociendo de cuando en cuando nuestros pecados en el sacramento
de la misericordia y el perdón, dejándonos corregir también por nuestros hermanos), por difícil
que nos resulte, nos convertiremos en esos discípulos bien formados que son como su Maestro, o
se parecen al menos a Él: como árboles buenos daremos frutos buenos de palabra y obra, y de la
abundancia del corazón, purificado por Cristo, hablará nuestra boca, dando un testimonio auténtico
de la verdad del Evangelio.
Fijémonos, por fin, que esos buenos frutos no son sólo la expresión de nuestra propia bondad
personal, sino de un bien que nos supera infinitamente: son los frutos de una vida resucitada, que
vence ya en este mundo el mal y la muerte, su máxima expresión, porque estamos participando de
la victoria de nuestro Señor Jesucristo.