Como vuestro Padre celestial. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el 7º domingo del tiempo ordinario

 David respeta la vida de Saúl no por una generosidad personal hacia su enemigo, sino por respeto y temor del Señor. Mas que un gesto piedad, aunque también lo sea, es un acto de fe, de sumisión a la voluntad de Dios y sus representantes (el “ungido del Señor”), por más indignos que sean. Como vemos en este texto, es esta fe la que mueve a actuar con justicia y, más allá de la justicia, con misericordia. A la luz de la fe podemos entender las palabras de Jesús hoy, que se nos antojan humanamente imposibles. El mandado del amor a los enemigos, con toda la ristra de consecuencias que lleva aparejadas (hacer el bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen, orar por los que nos persiguen, dar son pedir a cambio…) no es una exigencia moral de imposible cumplimiento, una utopía por encima de nuestras fuerzas. De hecho, si miramos a nuestros enemigos como lo que son, las palabras de Jesús nos resultan inaceptables, incluso repulsivas. Pero es que Jesús nos está invitando a mirar en otra dirección, a elevar nuestra mirada hacia Dios, nuestro Padre. Es nuestro Padre, que nos da la vida y nos ama, pero nosotros, en la medida en que nos dejamos arrastrar por el pecado en cualquiera de sus formas, nos convertimos en sus enemigos, enemigos entre nosotros y enemigos del mismo Dios. Por eso Jesús ha venido a nuestro mundo: a enseñarnos a mirar de otra manera: a Dios como Padre (y no solo como legislador y juez), a los demás, a la luz de la fe en la paternidad de Dios, como hermanos (reales o potenciales). Al mirar a Dios comprendemos que es Él el que ama a sus enemigos, el que nos ama a nosotros cuando nos hacemos sus enemigos, el que nos hace el bien cuando hacemos el mal, el que derrama sobre nosotros sus bendiciones, cuando nosotros nos la pasamos maldiciendo, el que nos da en abundancia, sin esperar nada a cambio. Y, de hecho, nos da lo máximo que puede darse: se nos da Él mismo en su Hijo Jesucristo. Y en este don que podemos ver, escuchar y tocar, descubrimos que Jesús es realmente el Hijo de Dios, porque es parecido a su Padre, su viva imagen (su imagen visible), que hace de su existencia una pura entrega por amor, hasta dar su propia vida en la Cruz, pidiendo el perdón para sus verdugos. Cuando contemplamos a Dios Padre mirando a Cristo, comprendemos que esas palabras que nos escandalizan y nos parecen de imposible cumplimiento, ya se han cumplido, porque es eso lo que Dios hace con nosotros por medio de Cristo. Y comprendemos además que viviendo así (tratando de vivir así) hacemos justicia a nuestra verdad más profunda: estamos hechos para el amor, porque hasta los pecadores se aman entre sí, se ayudan y se prestan, si bien es verdad que lo hacen de manera sectaria, parcial, interesada, afectados como están (estamos) por el pecado. Lo sabemos por experiencia: esas expresiones de amor a los más cercanos no son infalibles; cuántas veces los más cercanos y queridos se convierten nuestros enemigos, a veces sólo temporalmente, otras, por desgracia, de manera permanente. Incluso el amor humano más inmediato necesita ser redimido. Y esto lo conseguimos cuando comprendemos (no de manera solo teórica, sino viva, existencial) que Dios es nuestro Padre. Al mirarlo así, nuestra necesidad de ser amados y nuestra capacidad de amar se libera y se abre a todos, porque adquirimos y llevamos en nosotros la imagen del hombre celestial, la imagen de Cristo. Y no solo, descubrimos esa imagen en todos los seres humanos, cercanos y lejanos, amigos y enemigos, porque al mirar a Dios como Padre, descubrimos que son hermanos nuestros, llamados como están a ser también hijos en el Hijo. Como David, iluminados por la fe, vemos más allá de las apariencias inmediatas, de las filias y las fobias espontáneas, y descubrimos al “ungido del Señor”, a Cristo, en cada uno de nuestros semejantes. Amar a los enemigos es, a la postre, el mejor modo de ir acabando con la enemistad entre los hombres. “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”. En Cristo Jesús la misericordia de Dios Padre se ha derramado con abundancia sobre nosotros. Y nosotros estamos llamados (Jesús nos llama hoy con insistencia) a ser administradores generosos de esa misericordia de Dios para bien de todos.