Lucas, a diferencia de Mateo, sitúa la proclamación de las bienaventuranzas en un llano, eso sí,
después de haber estado en la montaña orando y de elegir a los doce. Si en la montaña, como en
Mateo, Jesús se muestra como un nuevo Moisés que proclama la nueva ley del Evangelio, en el
llano Lucas quiere subrayar que esa nueva ley trasciende las fronteras de Israel y es para todo el
mundo. Además, Lucas reduce las bienaventuranzas a cuatro, las expresa de un modo más conciso
y desnudo que Mateo, y añade, a cambio, unos “ayes” dirigidos a los que viven en sentido contrario
de esta nueva ley.
Jesús proclama las bienaventuranzas “mirando a sus discípulos”, muchos de los cuales habían
acudido a él a escucharlo, pero también a curarse (lo dicen los vv. 18 y 19, que se omiten en el
texto que hemos leído). Lo que indica que muchos se encontraban en situaciones de dificultad,
similares a las que reflejan las bienaventuranzas.
Con ellas proclama Jesús que los que sufren por los más variados motivos no son ni castigados ni
maldecidos por Dios. Al contrario, estos se encuentran en una disposición más favorable para
entender el Evangelio. Las necesidades, los sufrimientos, las dificultades de la vida generan
dinamismo, esperanza, abren el espíritu a bienes más altos, a bienes definitivos. No significa que
esas situaciones sean deseables ni que haya que buscarlas. De hecho, Jesús cura a los enfermos y
da de comer a los hambrientos. En realidad, estas carencias las sentimos todos de un modo u otro,
en más o menos medida. Pero los proclamados bienaventurados por Jesús no ponen en la riqueza,
el alimento material, las alegrías y los honores, el sentido último de su existencia. En cambio,
aquellos a los que se dirigen los ayes de Jesús son los que ponen toda su confianza en la riqueza,
la saciedad material, las alegrías pasajeras, los halagos de este mundo, que pueden acabar
esclavizándonos y alienándonos.
Los que no ponen o encuentran toda su felicidad en esta vida, aun sin renunciar a ella, están abiertos
a una felicidad más plena, y si, por cualquier motivo, experimentan dolores en todas esas
dimensiones, no caen en la desesperación. Por eso Jesús los alaba y los proclama felices, benditos,
dichosos, pues, en el fondo, Jesús está hablando de su propia situación como hombre. Él, que como
Hijo de Dios era rico de las riquezas más altas y definitivas, ha querido despojarse de ellas para
compartir nuestras carencias, conocer la pobreza, el hambre, la tristeza y la persecución, para
enseñarnos que los bienes que remedian todo esto no son los más altos, ni las penas que provocan
su carencia son las peores. Él, que las ha experimentado todas por amor a nosotros, es, sin embargo,
bienaventurado, porque conoce a Dios como Padre, y es a esa riqueza a donde quiere llevarnos. Si
declara bienaventurados a los que sufren por todas esas desgracias, no es porque las considere
deseables, ni porque Dios los rechace, sino porque no están excluidos de una felicidad más alta, y
que en la persona de Jesús mismo se ha hecho presente en este mundo. Son los bendecidos de los
que habla Jeremías, porque ponen su confianza en el Señor.
Pero Jesús no llama “malditos” a los que confían sólo en los bienes de este mundo. Jesús no
maldice, sino que se lamenta, siente lástima por aquellos que, desoyendo su llamada, se entregan
a valores efímeros, que no enriquecen por dentro, que, aunque sacien el estómago, no pueden
saciar el corazón, que se alegran con alegrías que no perduran y buscan alabanzas que no son más
que apariencia.
Si somos sinceros, y mirando a la concreción de nuestra vida (incluso si somos creyentes sinceros)
no resulta fácil aceptar vitalmente esta nueva lógica de la felicidad y la desgracia que Jesús nos
propone. Basta con que miremos a nuestras motivaciones cotidianas, para que comprobemos que
muchísimas veces domina en nosotros la lógica propia de este mundo, por la que Jesús se lamenta.
Cuando es así, también de nosotros siente lástima.
¿Cómo invertir esta tendencia tan profundamente arraigada en nosotros? Hemos dicho que el
bienaventurado por excelencia es el mismo Jesús. Para poder entender lo que nos dice tenemos
que mirarlo a él. Y Pablo nos invita a hacerlo de manera radical: mirar al Crucificado. Jesús ha
muerto, pero también ha resucitado. Y así como nos invita a ser dichosos como él, nos llama
también a participar en su resurrección, igual que él ha participado de nuestra muerte. Como afirma
Pablo con tanta fuerza, su resurrección no es un acontecimiento admirable que solo le afecta a él,
pero al que nosotros no podemos aspirar. Si ha querido ser solidario con nosotros en la pobreza, el
hambre, la tristeza, la persecución y la muerte, es para que nosotros podamos unirnos a él en la
resurrección a una vida nueva en la que alcanzaremos una riqueza que nos saciará de una alegría
sin límites, porque participaremos de la alabanza y la gloria de Dios.
Lo notable es que no se trata sólo de una esperanza “para la otra vida”, sino que ya empieza en
esta: por medio del mandamiento del amor, también nosotros, como Cristo, nos inclinamos hacia
los pobres, los hambrientos, los tristes, los perseguidos, a veces a costa de renunciar a las riquezas
y alegrías de este mundo, precisamente en favor de los que más lo necesitan. De este modo, nos
hacemos testigos de la resurrección de Cristo, de una vida resucitada que ya está operando en
nosotros.