«Duc in altum». Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el 5ºdomingo del tiempo ordinario
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Posiblemente una de las tentaciones más extendidas que afectan a los seres humanos de todo
tiempo y lugar sea la de la superficialidad. Es una especie de pereza espiritual, que trata de no
“complicarse la vida”, de vivir sin grandes cuestionamientos y, por tanto, sin hondura ni raíces,
respondiendo a las situaciones que la vida nos plantea tirando de las respuestas que nos ofrece el
entorno, sin personalizarlas, sin hacerlas propias. Pero esta tentación que se da siempre hoy nos
acosa con especial insistencia, porque vivimos rodeados de medios, de ruidos y reclamos que
aumentan a la enésima potencia la posibilidad de evadirse de la confrontación con las dimensiones
profundas de la existencia, o, si se quiere decir así, con los valores y las exigencias más altas.
Vivimos bombardeados de informaciones y propuestas que no nos dan respiro, que no podemos
literalmente asimilar, por su enorme cantidad y por la rapidez con que van cambiando, y que, sobre
todo, dificultan el silencio interior que nos permitiría intentar, al menos, ir más allá de lo inmediato.
Ese peligro de superficialidad y consumismo nos acecha incluso si formalmente tenemos alguna
inquietud cultural o religiosa. Lo vemos en el Evangelio de hoy. La gente que se agolpaba
alrededor de Jesús para escuchar su palabra, movidos quién sabe por qué: unos por curiosidad,
otros porque buscaban curación, otros por motivos más auténticos. Pero todos ellos se quedaban,
al parecer, en la orilla, en la superficie, sin “mojarse”, sin entrar en la barca de Pedro, clara imagen
de la Iglesia, y, sobre todo, sin remar (trabajar, esforzarse, poner algo de la propia parte) para ir a
lo profundo, que es lo mismo que elevarse, ir a lo alto: en “alta” mar las aguas son profundas, y
solo yendo allí es posible que esa palabra escuchada (meditada, rumiada, personalizada, aplicada
a la propia vida y puesta en práctica) puede dar fruto abundante.
Lucas no nos informa sobre el contenido de la predicación de Jesús desde la barca. Podemos poner
en los labios de Jesús cualquiera de sus palabras, tomadas de los Evangelios. Hoy las palabas más
importantes de esta predicación son las dirigidas a Pedro: “duc in altum”, rema mar a adentro,
vamos a alta mar, donde las aguas son profundas. Jesús ha hablado, y ahora les toca a los discípulos
hacer su parte, nos toca a nosotros no dejar que esa palabra se reduzca a un hermoso sermón que
no produce fruto alguno. Y lo que Jesús le dice a Pedro nos lo dice a cada uno de nosotros.
Si queremos que la palabra no caiga en saco roto y dé fruto abundante en nuestra vida (para
nosotros y para los que viven con nosotros, para la Iglesia, representada en esa barca de Pedro,
desde la que Jesús habla y en la que los apóstoles y los discípulos, mojándose, entran, y en la que
reman, bregan y echan las redes) es necesario escuchar esta última petición de Jesús y, venciendo
nuestras resistencias y la impresión de que es inútil, confiar y hacer el esfuerzo “en su nombre”:
“en tu nombre echaré las redes”.
Si esto es así, ¿por qué nos resistimos tanto? Es que no es fácil profundizar. Ya lo hemos dicho:
hay que “mojarse”, remar, arriesgar en las aguas profundas, en las que no haces pie, además allí
se experimenta en ocasiones la soledad… Es un esfuerzo ascético al que no estamos tan
acostumbrados, y del que trata de disuadirnos el género de existencia superficial al que se nos
invita hoy con insistencia. Además, en las aguas profundas descubrimos verdades de nosotros
mismos que no nos gusta mirar. Confrontados con esa altura y profundidad a la que nos llama la
Palabra de Dios nos encontramos desnudos (como los pescadores de Galilea -cf. Jn 21,7) de las
máscaras y los disfraces de la existencia superficial y descubrimos esa verdad incómoda: “soy un
hombre de labios impuros” (Isaías), “soy un hombre pecador” (Pedro). Pero, si la superficialidad
nos ofrece una falsa apariencia de salvación, la profundidad de la Palabra nos purifica y nos
renueva. El esfuerzo ascético de ir a lo profundo (el silencio de la oración y la confrontación con
la Palabra de Dios) compensa y da frutos: confesar nuestra pobreza y ser enriquecidos con la gracia
de Dios, que nos otorga una fecundidad inesperada; respetando nuestra identidad (por ejemplo, de
pescadores) nos llama a dar a nuestra vida un significado más alto (pescadores de hombres), nos
reviste con una misión. Ya no vivimos sólo para nosotros mismos, sino que como testigos, profetas
y apóstoles, vivimos también para los demás, a los que ofrecemos los frutos de la pesca abundante
conseguida mar adentro.
Ir a lo profundo significa también ir a lo esencial. Nos lo recuerda Pablo hoy. No se trata de
adentrarse en intrincados sistemas de pensamiento, sino en volver a profesar (pero con
profundidad, con convicción) esa verdad evangélica que nos está salvando: que Cristo murió y
resucitó, se nos ha aparecido, y vuelve a llamarnos para que, dejando todo, le sigamos.