La Palabra de Dios no es un mero texto, un libro de meditaciones o un código de prescripciones y deberes. Es un acontecimiento que debería conmovernos, provocar en nosotros expectación, respeto, emoción, llanto y alegría. Con todas estas fuertes características se dibuja la escucha de la Palabra por el pueblo en la primera lectura. Dios nos habla al corazón, nos exhorta, nos cura, nos corrige, nos consuela, nos llena de alegría. Todas esas actitudes dan la impresión de un reencuentro vívido con la Palabra, como si se hubiera vuelto a encontrar algo largo tiempo perdido, como ya había sucedido en tiempos anteriores, en tiempos del rey Josías (cf. 2 Cr 34, 14): la Palabra de Dios es el verdadero tesoro escondido y encontrado (cf. Mt 13, 44).
Vivimos tiempos de olvido de la Palabra. Esta parece no resonar en la sociedad, en la cultura, en la historia actual, que discurre sorda a la Palabra de Dios. Y no porque se haya perdido el libro, sino porque nuestro mundo no parece dispuesto a escuchar. Y, a veces, los mismos creyentes nos contagiamos de este clima: enfrascados en disputas ideológicas, hacemos de nuestros valores banderas y eslóganes abstractos, y escuchamos o leemos la Palabra distraídos, pensando en otras cosas, sin expectación, sin emoción, sin lágrimas de arrepentimiento o de alegría. Tenemos el peligro de hacer de la Palabra sólo “material de predicación”, literatura edificante que no penetra y transforma nuestra vida.
Pero la Palabra de la que hablamos no es un “texto”, un “libro”, una “doctrina”, sino, el mismo Cristo, el Hijo de Dios, que viene a visitarnos en persona al lugar en el que vivimos, donde nos hemos criado (nuestro particular Nazaret), o donde trabajamos. Es también el lugar en el que experimentamos nuestras pobrezas, nuestras esclavitudes y cegueras. Y Jesús viene para enriquecernos, liberarnos y curarnos, a inaugurar un año de gracia, de amnistía y de perdón. En Jesús va a empezar realmente la nueva creación.
Esta visita de Jesús en persona, que tiene lugar cada vez que proclamamos la Palabra de Dios, es un acontecimiento como lo fue para Nazaret la venida de Jesús, ya convertido en profeta y maestro, más aún, en Mesías, que cumplía las antiguas profecías y encarnaba en su propia persona la enseñanza que anunciaba. Y este acontecimiento no es algo del pasado, que nos limitamos a recordar, ni algo del futuro que esperamos, a veces anhelantes, las más de las veces con cierta desidia. Se trata de un acontecimiento de hoy: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.
En tiempos de Jesús, cuando comenzó su ministerio, el mundo seguía su curso, como siempre, mejor o peor, tal vez peor que mejor; pero el “hoy” que proclama Jesús significa que con Él se ha hecho ya presente la gracia de la salvación, la cercanía de Dios, su Reino, la posibilidad de vivir una vida nueva, regida por la ley del amor, en primer lugar, el que Dios nos tiene y manifiesta en Cristo, y, como consecuencia, el amor entre nosotros, que nos redescubrimos como hermanos, hijos del mismo Padre del que nos habla Jesús. Y todo esto es posible, por más que las circunstancias que nos rodean sigan siendo las del mundo viejo. Pues bien, esos tiempos de Jesús son también los nuestros. El mundo sigue su curso, pero en él es posible encontrarse con Dios, con el Emmanuel, con el Dios con nosotros en la humanidad de Jesús, que sigue viniendo a nosotros cotidianamente (a nuestra cotidianidad).
Y si Jesús está viniendo a nosotros en persona, y nos está anunciando el “hoy” de la salvación, nuestros ojos deben estar fijos en Él, para acoger su Palabra y su persona como el pueblo en la primera lectura: con expectación y respeto, con emoción, con lágrimas de arrepentimiento y de alegría.
Jesús presente, su Palabra viva no cambia el curso del mundo, que sigue por sus caminos, pero sí que crea la posibilidad, si lo acogemos, de transformarnos a nosotros, hacernos miembros de un cuerpo vivo que, en las diferencias (de vocaciones y carismas) pero vinculados por el espíritu del amor y el servicio mutuo, hacen presente en este mundo el Reino de Dios, el año de gracia, el acontecimiento de una Palabra viva, proclamada y actuante, el “hoy” de la salvación. En nosotros, si nos dejamos tocar de verdad por Cristo, este mundo de hoy, o, al menos, muchos en él, pueden reencontrar (con expectación y sorpresa, con emoción y con lágrimas) el contacto con la Palabra “que se cumple hoy”.