Leyendo el texto de Isaías, podemos imaginar que Dios tiene un plan: traer el derecho a las naciones, que, según esto, yacen en las sombras de la injusticia, del pecado. Y para realizar el plan tiene que seleccionar a quién puede llevarlo a cabo del mejor modo posible. Pues bien, resulta que su seleccionado y su preferido no es el fuerte que grita para imponerse, que quiebra para eliminar el mal y construir desde cero o que apaga el pábilo vacilante para encender un fuego nuevo. Elige, por el contrario, al siervo que ni grita, ni quiebra ni apaga, que elige el camino, en apariencia menos eficaz, que hace las paces con la enfermedad, la debilidad y el pecado para curar, restablecer, liberar, iluminar. Y es así, de hecho, como actúa Jesús, como nos recuerda Pedro en los Hechos de los Apóstoles: no pasó imponiéndose con fuerza, sino inclinándose a los débiles y enfermos, siendo servidor y no servido, en una palabra, haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios, realmente, lo había elegido, y estaba con él. Y este es el significado simbólico que podemos descubrir en su bautismo en el Jordán. Jesús no se presenta como uno que se impone, grita, aplasta y destruye lo que considera el mal, para construir desde cero. Al contrario, se presenta unido a la masa del pueblo de Dios, en un bautismo general, sin privilegios, es decir, pasando como uno de tantos (cf. Flp 2, 7), en un acto de purificación de los pecados promovido por el profeta Juan. Jesús no actúa, como suelen las ideologías de este mundo, destruyendo primero el pecado (y, de paso, con frecuencia, a los pecadores, a los tenido por tales, según la ideología de turno), sino tomando sobre sí los pecados del mundo (cf. Jn 1, 29), haciéndose igual a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Hb 4, 15), aunque asumiendo todas las consecuencias de nuestra condición pecadora. El pecado nos exilia de nuestra verdad más profunda: nuestra condición de imágenes de Dios, que es la raíz de la realidad personal. Nos exilia, por tanto, de nosotros mismos, y distorsiona las relaciones con nuestros semejantes. El pecado nos deja en una situación de orfandad: alienados de la relación con Dios, perdemos los criterios que nos orientan, los modelos que nos ayudan a crecer en la dirección correcta. Es, en el plano religioso, lo que le sucede psicológicamente al que carece de una relación adecuada con sus padres (con su madre, con su padre o con los dos): se pierde la relación (materna) de confianza básica que da sentido a la propia vida, y el horizonte (paterno) de exigencia que nos llama a salir de nosotros mismos, asumir riesgos y crecer. Y así se buscan con facilidad seguridades falsas o se persiguen ideales que nos hacen crecer en direcciones equivocadas. Del extravío y la orfandad en que nos encontramos a causa del pecado y que nos lleva a la perdición, nos llama Dios por boca de sus profetas. El profeta denuncia el pecado y nos prepara para la acogida de la gracia que nos hace volver a nuestra casa, a nuestro quicio vital (y que llamamos salvación); aunque el profeta mismo no pueda proporcionarnos esa gracia. Y es aquí donde vemos la grandeza de Juan el Bautista, que, ante la expectación que suscita, no se arroga la condición de Mesías, sino que se hace él mismo siervo del Siervo que, de manera anónima y mezclado con la multitud del pueblo, se acerca a él, Juan, a recibir el bautismo de purificación del agua. Así pues, Jesús se presenta como siervo, se somete libre y completamente a la voluntad de Dios, haciendo suya la “táctica” de realización del plan de Dios que ya había anunciado Isaías. Y por eso mismo, en el momento del bautismo, Dios lo reconoce como su Hijo, el amado, el predilecto, el ungido por el Espíritu Santo para realizar el plan salvífico: sin gritos, sin imposiciones, sin violencia, sino partiendo de la realidad, herida por el pecado para, desde ahí, tomando sobre sí el pecado del mundo, librarnos del pecado y darnos acceso a la verdad más profunda de nuestra realidad humana: la de ser imágenes de Dios y, todavía más, para llegar a ser también nosotros hijos en el Hijo. Ese será el bautismo con Espíritu Santo y fuego. Se anuncia ya desde ahora, aunque de lejos, que ese bautismo del fuego se realizará en la muerte de Jesús en la cruz. Al recordar hoy el bautismo de agua, que prepara la plenitud del bautismo de fuego, se nos llama a actualizar nuestro propio bautismo, que se realizó con el símbolo del agua, pero, en su realidad profunda, fue un bautismo de Espíritu Santo y fuego, por el que fuimos bautizados en su muerte (cf. Rm 6, 3). Jesús, siervo, Hijo y predilecto del Padre, inicia hoy su camino. Y nosotros debemos aprestarnos a seguirlo, con la conciencia clara de que, si lo seguimos a él, debemos tratar de actuar como él: no gritando, rompiendo, imponiendo, sino asumiendo, restableciendo, salvando el rescoldo vacilante, curando, iluminando. Esto incluye también, es claro, la denuncia profética (el bautismo del agua), pero sabiendo que la salvación plena se alcanza solo por la vía del servicio, de la entrega por amor, del bautismo de fuego, de la cruz de Cristo. De manera que también de nosotros se pueda decir que pasamos haciendo el bien, porque tratamos de vivir en el seguimiento de aquel, con el que está el mismo Dios.