¿Por qué la liturgia vuelva una y otra vez al Prólogo del Evangelio de San Juan? Lo leímos el día de Navidad. Hoy lo escuchamos por tercera vez. La segunda fue el día 31 de diciembre. Volvemos a él, posiblemente, porque el tiempo nos empuja (ya hemos pasado la frontera del año nuevo) y nos resistimos a alejarnos de ese momento intenso de luz, que ilumina la oscuridad. Pero también por el sentimiento de sorpresa que nos embarga al leer lo que este texto nos comunica. Parece que hay que restregarse los ojos y volver a leerlo para convencernos de que es verdad lo que nos dice: el Dios todopoderoso, que existe desde toda la eternidad, que está por encima de todo, y por el que todo (el inmenso universo y el discurrir temporal) ha recibido el ser, se ha hecho carne, una mota del universo, y se ha sumergido en la corriente del tiempo. Y lo ha hecho para darnos a conocer a Aquel que, según los parámetros de la razón natural, es completamente incognoscible. Por esto mismo hay quienes niegan su existencia, reduciendo la grandeza infinita del Ser a sus estrechos esquemas mentales; mientras otros, reconociendo su impotencia, se abren al misterio que solo la fe (la confianza) es capaz de aceptar. Es, salvando las infinitas distancias, como el que ha sido agraciado con el gordo de la lotería (una remota posibilidad entre millones), que mira y remira el número inerte para convencerse de que es verdad.
Bueno, pues a nosotros nos ha tocado efectivamente una lotería mucho mayor, hemos recibido un don que supera toda expectativa y todo deseo: con la venida del Hijo de Dios a nuestro mundo, Dios nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Y, ahora que el fútbol (efímero y corrompido por el vil metal) se ha convertido por desgracia en una de las religiones de nuestro tiempo, podemos entender la gran suerte que tenemos de haber sido seleccionados, elegidos desde toda la eternidad para participar y jugar en ese equipo privilegiado, pero abierto a todos, de los santos e irreprochables, el de los hijos de Dios.
Es, realmente, para volver una y otra vez, frotándonos los ojos, a leer este texto (y tantos otros) y convencernos de la gran suerte que tenemos. Una suerte, por cierto, que no se limita a unos pocos privilegiados, sino que Dios quiere extender a todos los seres humanos sin excepción: que todos participen de ese don de la filiación divina “en la persona de Cristo” y que accedan así a la plenitud de la vida eterna.
Pero volver una y otra vez a la contemplación de la Palabra hecha carne tiene además otro sentido, que deriva del don inicial: tenemos que asimilar esta verdad, este don de la verdad, que ha venido por Jesucristo, para que se haga vida en nosotros, para que se haga también carne de nuestra carne, de modo que, así, adquiramos la sabiduría del Evangelio que habla públicamente en la asamblea de los hombres, que da valientemente testimonio, y hace de nosotros profetas como Juan, que no pretenden ser la luz, pero dan testimonio de la luz de la Palabra, para que muchos otros puedan conocerla y recibirla, creer en ella y alcanzar así el poder de ser también ellos hijos de Dios (y hermanos de sus hermanos).