En la fiesta de la Sagrada Familia tenemos siempre el peligro de idealizar a la familia, ponderándola como esa isla de armonía y amor, de apoyo y aceptación mutua, que, en realidad, no se da ni siquiera “en las mejores familias”, como se suele decir. Es verdad que la familia es una realidad humana básica y esencial, sigue siendo la célula de la sociedad, cuya salud depende en gran medida de la salud de la familia. Pero eso no significa que sea una realidad ideal, que debe ser sólo preservada, pero que no necesita de salvación, más que en sus casos anómalos. En “las mejores familias” se dan tensiones, roces, conflictos. Se dan entre los esposos (no es tan sencillo conjugar la, en teoría, complementaria psicología masculina y femenina, que en cada caso particular arrastra, además, tradiciones familiares distintas); se da entre padres e hijos, cuyas diferencias generacionales son ya, en sí mismas, conflictivas; se da entre los hermanos… Con frecuencia la familia es causa de traumas infantiles que lastran la vida ya en la edad adulta, y es también lugar de sufrimientos, celos (pensemos en los típicos celos de los hijos desplazados por los hermanitos recién llegados) y enemistades. No se trata solo de situaciones indeseadas y anómalas en familias desestructuradas, sino de problemas, digamos, estructurales, que, como ya hemos dicho, se dan también “en las mejores familias”. Los problemas familiares nos muestran hasta qué punto el pecado nos toca en nuestras fibras más íntimas. No es algo “de fuera”, “de los otros”, sino que “habita entre nosotros”. También la familia, en resumen, es objeto de salvación.
Y por eso mismo cuando el Verbo de Dios tomó carne no se hizo “hombre” en general, sino que se hizo también miembro de una familia. Y Dios viene a salvarnos porque, también como solemos decir, “en el fondo” somos buenos: hay en cada ser humano, y en todo lo que tiene que ver con él, un fondo de bondad, de esa bondad que llenaba el mundo cuando salió de las manos de Dios. Y también, y tal vez en primer lugar, en la realidad familiar descubrimos esa bondad real, aunque perturbada por el pecado, pero que es más fundamental que todo el mal que puede afectarnos.
Y si el pecado habita entre nosotros, también como miembros de nuestra familia, Dios viene a salvarnos habitando entre nosotros (cf. Jn 1, 14). El Hijo de Dios se hace carne, y asume todas nuestras debilidades y limitaciones, excepto el pecado (cf. Hb 4, 15), y desde ahí, participando plenamente en nuestras dificultades, conflictos y sufrimientos, hace presente la luz que disipa nuestras sombras, y hace visible el carácter sagrado del ser humano, imagen de Dios, y de la familia, imagen de la Trinidad. Efectivamente, la Trinidad es la perfecta unidad de los distintos, que une sin eliminar las diferencias. La relación es parte esencial de la unidad de Dios, y esas unidad y relación se expresan precisamente en términos familiares: Padre e Hijo, unidos por el vínculo del amor, que es el Espíritu Santo.
La Sagrada Familia de Jesús, María y José es, ciertamente, sagrada, por la presencia en ella del Dios con nosotros, pero no es “ideal” en el sentido de que sea una balsa de aceite, un oasis de armonía, que no conoce en absoluto las tensiones y conflictos propios de la dinámica familiar. Porque la familia es una realidad dinámica, viva y en continuo movimiento. Empieza por un libre compromiso de entrega mutua de los esposos, entre los diferentes (que ya supone generosidad y renuncia), que se prolonga normalmente en esa “una sola carne” que son los hijos. Estos se encuentran al principio en situación de total dependencia respecto de los padres, pero esa dependencia, la única sana en la vida humana, si se realiza de manera adecuada, conduce a la conquista de la autonomía personal. Y el paso de la dependencia a la independencia es un proceso, con momentos de ambigüedad y, por eso, no exento de conflictos.
Esto es lo que refleja el texto de Lucas. La sagrada familia, que no vive en situaciones ideales, que conoce amenazas, peligros, exilios y muy posiblemente también la pobreza, vive también estas situaciones de conflicto provocadas por el paso de la infancia a la madurez, del sometimiento a la autoridad paterna al descubrimiento del propio camino vital.
Jesús se pierde, posiblemente buscando lo que habrá de ser su propio destino personal. Lo hace en Jerusalén y en el templo. Lo hace en lo que parece ser un acto de desobediencia (se quedó “sin que lo supieran sus padres”, sin pedir permiso). Lo hace porque tiene preguntas, aunque parece que también respuestas, pues las que le daban (reflejo de la antigua ley) no le parecían adecuadas. Jesús está dando los primeros pasos hacia su propia vocación, la casa, o, tal vez, las cosas de su Padre, que habla de su futura salida del hogar familiar. En esta situación las palabras de María tienen un claro tono de reproche, sobre todo a causa de la angustia que, lógicamente, les ha producido. Es una angustia de tres días, que anticipan proféticamente los tres días de la Pasión, muerte y resurrección futuras. Y, por fin, tampoco la respuesta de Jesús parece satisfacerles, puesto que no la comprenden.
La familia humana de Jesús es sagrada, pero no idílica. Y, si es para nosotros un espejo en el que mirarnos, es precisamente porque experimenta los típicos conflictos familiares (en el caso de hoy, generacionales), pero los resuelve de manera ejemplar, con el espíritu del Evangelio que Jesús ha venido a traernos: los primeros pasos de Jesús hacia su futura emancipación no impide que siga sometido a la autoridad de sus padres, para seguir creciendo en sabiduría, estatura y gracia; y la falta de comprensión de María y José no impide la paciencia y el respeto hacia el camino que Jesús ha de emprender: por eso María conserva todas estas cosas en su corazón. La Palabra de Dios hoy nos ilumina sobre la vida familiar con sabiduría, sin ocultar las dificultades que debe afrontar. Tanto el libro del Eclesiástico como la carta a los Colosenses, lejos de pintar un cuadro ideal, recuerdan las dificultades propias de la vida familiar al hablar de respeto, responsabilidad, paciencia, indulgencia, perdón. Porque el verdadero amor no es un ideal romántico de una vida idílica y sin contradicciones, sino la capacidad de entrega, de renuncia, de perdón, de todas esas actitudes que no niegan las sombras de nuestras relaciones, sino que las iluminan con la presencia encarnada del amor de Dios, que en Cristo ha dado su vida para que resplandezca el carácter sagrado de la familia, para abrir nuestros corazones y nuestros lazos familiares a la gran familia de los hijos de Dios, que Jesús ha reunido en torno a sí y que era “las cosas del Padre” de las que tenía que ocuparse.