La voluntad y la gracia. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el cuarto domingo de Adviento

 “El Señor viene”, “el Señor está cerca”. Es lo que la liturgia nos avisa con intensidad creciente. Pero no debemos perder de vista a qué viene el Señor, y qué supone su cercanía. Nos lo recuerda la segunda lectura de la carta a los Hebreos: “he aquí que vengo a hacer tu voluntad”. Porque el hecho es que si, como afirma Juan, el mundo yace bajo el poder del Maligno (1 Jn 5, 19), es decir, del pecado, es justamente porque no hacemos su voluntad, no vivimos de acuerdo al designio de bien con el que y por el que fuimos creados.

En realidad, la voluntad humana es indefectiblemente una voluntad de bien. No podemos querer otra cosa que nuestro bien y el de los nuestros. Pero lo hacemos muchas veces por caminos equivocados, apartándonos de la voluntad de Dios, que él nos ha hecho saber por medio de nuestra conciencia, ese árbol de la ciencia del bien y del mal, que echa raíces en nuestro corazón, pero del que, con frecuencia, tentados por el Maligno, pretendemos adueñarnos, queriendo determinar nosotros mismos el contenido del bien según nuestros deseos, intereses o caprichos. De ahí surge la voluntad de poder, de estar por encima de los demás, de que nos sirvan mientras nosotros no queremos servir a nadie, la voluntad de apropiarnos de lo que no nos pertenece, de imponer nuestra voluntad contraviniendo derechos ajenos, de mentir cuando creemos que nos conviene, de obtener placer a cualquier precio, incluido el precio de nuestra propia dignidad o de la dignidad ajena… Se podría seguir hasta el infinito.

Es verdad que, al ser voluntad de bien, aunque con frecuencia equivocada, también puede acertar y hacer lo que coincide con la voluntad de Dios. El pecado no puede suplantar ni derrotar totalmente al bien, a cuya costa vive y al que parasita. Pero al no estar ese bien garantizado, exiliados del paraíso, alejados de la comunión con Dios, andamos como errabundos, sin lograr encontrar el camino seguro que nos conduce al bien pleno, que se encuentra solo en Dios, y el único que nos garantiza la plenitud de nuestro ser y nuestra felicidad, nuestra bienaventuranza.

No podemos hacer la voluntad de Dios sin ayuda de la gracia. Y esta gracia es precisamente su presencia entre nosotros: el Emmanuel, el Dios con nosotros, que se ha encarnado en Jesucristo. Es él el que, como hombre, realiza en este mundo, y en las condiciones en modo alguno ideales de este mundo, esa voluntad de Dios, que es voluntad de bien y de justicia, de entendimiento, cooperación y ayuda mutua, de generosidad y de servicio, voluntad, en definitiva, de amor. En Jesús el cielo se ha acercado a la tierra, de manera que es posible, unidos a él, que se haga la voluntad de Dios, “en la tierra como en el cielo”.

Como las condiciones en la tierra no son ideales, hacer esa voluntad resulta en ocasiones difícil y costoso, pero es el único camino que nos conduce a Dios y a nuestra (personal y comunitaria) bienaventuranza. Y el mismo Jesús, que ha venido a mostrarnos cuál es la voluntad de Dios (haciéndola), ha asumido ese precio: por la oblación de su cuerpo, de una vez y para siempre. Jesús ha cumplido por entero a la voluntad de Dios, entregando su vida en la Cruz por amor nuestro. También en la alegre y entrañable celebración de la Navidad no debemos perder de vista esta verdad, que nos recuerda la carta a los Hebreos: no bastan acciones rituales externas, si no nos encaminamos por el camino que ha abierto Jesús para nosotros, el camino del amor, de la entrega, del sometimiento a la voluntad de Dios.

Y Jesús no hace la voluntad de Dios sólo en la cruz, sino en todos los momentos de su vida, y ya desde el vientre de María. En ella vemos con claridad meridiana cómo la gracia de Dios actúa y coadyuva al cumplimiento de su voluntad.

María se puso en camino desde Belén a Judá. Igual que, David, el humilde pastor de Belén, llegó a ser rey de Israel, ahora también la salvación sale de la pequeña aldea Galilea, y no de los grandes centros de poder (Roma o Jerusalén). María, la nueva arca de la alianza, llevando en su seno a Jesús va a visitar a su prima Isabel, representante de la antigua alianza, que está a punto de dar su último fruto en el profeta Juan; y, al saludarla (sin duda, con el saludo judío: “Shalom”), transmite la paz del Señor, que ya no es una promesa de futuro (“él será nuestra paz”), sino una realidad presente. Por eso, el saludo de María es causa de alegría y bendición, y con el saludo de paz el Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra, se transmite generosamente a los que la acogen. María misma es bendecida precisamente por haber creído, por haberse fiado de la palabra de Dios. Y es que la obra que Dios quiere (la voluntad de Dios que debemos cumplir en primer lugar) es que creamos en el que ha enviado (cf. Jn 6, 29). María hace la voluntad de Dios creyendo y poniéndose a su disposición: “hágase en mí según tu voluntad” y poniéndose en camino. Igual que el arca de la alianza permaneció tres meses en una casa familiar y fue fuente de bendición para ella (2 Sam 6, 10-11), así María, portadora de la nueva y definitiva alianza, permaneció tres meses en casa de Isabel derramando bendiciones por el fruto bendito de su vientre.

Lucas nos muestra hoy que todas las antiguas promesas se están cumpliendo, y que los grandes referentes de la historia de Israel (como David y el arca de la Alianza) son solo anuncios simbólicos de lo que Dios está realizando por medio de su Hijo Jesucristo, el hijo de María.

Si queremos preparar la venida del Señor a la realidad y concreción de nuestra vida, debemos mirarnos en el espejo que Lucas nos ofrece hoy: creyendo con una fe confiada, pero que no se queda en la intención, sino que es capaz de salir de sí, aunque el camino sea empinado, hacerlo con espíritu de servicio, siendo portadores de paz y de bendición, propiciando encuentros positivos, como el de María con Isabel.