El tercer domingo de Adviento se llama tradicionalmente “Domingo Gaudete”, porque ya desde la antífona de entrada, que cita el texto que después se leerá en la segunda lectura, es una llamada a la alegría por la cercanía del nacimiento del Señor. Es el texto de la carta a los Filipenses que en latín suena así: “gaudete in Domino semper iterum dico gaudete”. Y la razón no es otra que “el Señor está cerca”. De hecho, esa cercanía del Señor que especialmente celebramos en el tiempo de Navidad, se extiende para nosotros durante todo el tiempo (el litúrgico, pero también el de nuestra vida cotidiana), porque el Señor se ha hecho cercano y permanece siempre cerca de nosotros, aunque nosotros lo olvidemos con frecuencia. Por eso la alegría de su presencia se nos nubla, y andamos a veces agobiados, como “dejados de la mano de Dios”.
Este domingo nos quiere despertar de ese olvido, liberarnos de esas angustias, recordándonos que por muchos pesares que haya, el Hijo de Dios hecho hombre nos acompaña en el camino de nuestra vida, carga con nuestros fardos, nos da fuerza y nos indica la dirección a seguir. También la oración colecta (la oración que nos recoge y concentra al comienzo de la Eucaristía) nos llama a la alegría: “concédenos llegar a la Navidad – fiesta de gozo y salvación – y poder celebrarla con alegría desbordante”. La alegría por una promesa, que los profetas vislumbraban de lejos (como nos recuerda hoy el profeta Sofonías), se intensifica y concreta porque nosotros vivimos el tiempo del cumplimiento.
Contrasta, sin embargo, el tono festivo de toda la liturgia con la seca severidad de las palabras de Juan, en su invitación a preparar el camino al Señor que viene. La metáforas que usaba la semana pasada, tomadas del profeta Isaías (que los valles se eleven, los montes se abajen, lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale), se traducen hoy en actitudes bien concretas y que podemos aplicar directamente a nuestra vida. No es que Juan quiera aguarnos la fiesta ni ensombrecer nuestra alegría. Al contrario, Juan nos enseña que la verdadera alegría es una cosa muy seria, que se distingue de las alegrías superficiales y pasajeras con que, en ocasiones, tratamos de llenar el vacío que amenaza a nuestra vida. La alegría que nos anuncia el profeta Sofonías, a la que nos llama con insistencia el apóstol Pablo, es una alegría profunda, que brota del fondo de nuestro ser, y necesita que le pongamos un fundamento sólido.
Precisamente Juan nos ilustra al respecto y nos indica cómo debemos actuar para poder alcanzar esa alegría “que nadie nos podrá quitar” (Jn 16, 22). Poner el fundamento requiere quemar la paja, lo inconsistente, incapaz de sostenernos; construir sobre roca; y culminar la obra con el oro que resiste la prueba del fuego.
La paja es el mal, el egoísmo, el abuso de poder, la injusticia flagrante y su suprema expresión, que es la violencia. Juan advierte a los que están tentados de actuar así, por el poder que se les confiere (para servir, no para servirse): “no hagáis extorsión”. Todos tenemos nuestras pequeñas o grandes cotas de poder, de responsabilidad, de capacidad de influir… Y todos tenemos la tentación de aprovecharnos de ello. Lo decimos hasta en los refranes populares: “el que parte y reparte se lleva la mejor parte”. Pues, aunque sea verdad que “no pondrás bozal al buey que trilla y el obrero merece su salario” (1 Tim 5, 18), abusar de la propia posición, como la misma palabra indica, es un mal uso de la misma, que en vez de servir “se sirve”, y se apropia de lo que no le corresponde. Tenemos que romper con ello, quemar la paja, comprender que por esa vía podemos alcanzar poder y riqueza, pero que se trata de bienes vacíos, inconsistentes, que nos dan una falsa alegría, construida además sobre las lágrimas de los extorsionados.
Empezamos a poner un fundamento de piedra (a construir sobre roca) cuando, siguiendo la indicación de Juan, cumplimos con nuestro deber, tratamos de vivir con justicia, honestamente, en la verdad. Se trata de hacer lo que debemos con espíritu de servicio, contentándonos con lo que nos corresponde, y que nos permite vivir, tal vez más modestamente, pero con la paz interior de una conciencia tranquila. Es el preámbulo de la alegría profunda.
El oro es ya un paso más en la dirección del bien. Más allá del severo deber y de la estricta justicia está la generosidad, la capacidad de compartir con el que no tiene, de ayudar al que lo necesita, está, en definitiva, el amor. El amor es mucho más que un deber o una norma, porque es un don, y no, sobre todo, un don que nosotros hacemos, sino el don que recibimos en sobreabundancia de Dios, y que se ha hecho cercano en Cristo Jesús.
Si Juan nos llama a reconocer nuestros pecados y a purificarnos con el bautismo del agua, en Jesús recibimos, por medio del bautismo del Espíritu y del fuego, la gracia para vencer, como él, la tentación, cumplir con nuestro deber (que para Jesús y para nosotros es la voluntad del Padre), y poner en práctica el mandamiento del amor, dando gratis lo que gratis hemos recibido (Mt 10, 8).
De esta manera preparamos la venida del Señor, y participamos de la alegría profunda de la salvación, al tiempo que nos hacemos heraldos y testigos de esa alegría que Dios quiere hacer extensiva al mundo entero.