El grito del profeta. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el 2º domingo de Aviento

Decía Ortega y Gasset que “el grito es el preámbulo sonoro de la agresión, del combate, de la matanza.” Y añadía, citando a Leonardo da Vinci, “donde se grita no hay buen conoci­miento”. Según él, se grita cuando no se tiene nada claro que decir. Sin embargo, pese a que en condiciones normales el grito es molesto, hay ocasiones en que es inevitable, como el grito de dolor o de terror; en otras, es incluso necesario: hay situaciones de urgencia en el que no se puede simplemente susurrar, aconsejar o sugerir. Se grita para llamar la atención sobre un peligro próximo, y también para que el aviso lo oigan cuantos más mejor. También se grita de júbilo y alegría.

La Palabra de Dios hoy, por boca de Juan el Bautista, no solo nos habla, sino que nos grita. ¿Es un grito de advertencia, o uno de entusiasmo? Posiblemente, las dos cosas. Juan nos grita que aquello que Israel ha esperado durante siglos está a punto de suceder: ¡el Señor viene! El Señor cumple sus promesas y ese cumplimiento está a las puertas. Es un grito de júbilo. Pero, precisamente por la importancia del evento, es necesario disponerse a esa venida: ¡Preparad el camino al Señor! Porque por la rutina, el cansancio o la desesperanza tras la larga espera, puede ser que estemos dormidos o amodorrados, distraídos y, por tanto, impreparados para acoger al que viene a nosotros a traernos la salvación. Es un grito que quiere despertarnos y llamar nuestra atención para que pongamos manos a la obra.

Y, podemos preguntarnos, ¿cómo prepararnos a esa venida? El profeta nos los dice en términos metafóricos, pero claros: nuestra vida está llena de recovecos que no conducen a ninguna parte, de valles sombríos y oscuros, de montañas que obstaculizan el camino y que, como muros, impiden que nos encontremos; está llena de intenciones torcidas, de deseos escabrosos, de muchas desigualdades. Si permanecemos en todo eso, estaremos impreparados, y no podremos ni ver al Señor que viene, ni la salvación de Dios que trae consigo.

Pero aquí surgen más preguntas. La primera es ¿están las cosas realmente tan mal? Es verdad que no todo es malo en nuestro mundo, pues si lo fuera no habría esperanza de salvación. Es precisamente el bien afectado y herido por el mal el que nos hace desearla. Si todo fuera malo, no habría más solución que la aniquilación. Pero el mal que vampiriza y vive a costa del bien puede ser eliminado corrigiendo y sanando: allanando senderos, elevando valles, abajando montañas, enderezando lo torcido e igualando lo escabroso. Y, concedido esto, basta que miremos a nuestro alrededor para que podamos sentir con realismo (sin pesimismo y con esperanza) la situación de nuestro mundo. Si lo hacemos con los ojos de Lucas, descubrimos el diagnóstico negativo que realiza sobre su tiempo, al mirar a quienes dirigen el mundo: el depravado emperador Tiberio, el sangriento gobernador Poncio Pilato, el déspota y degenerado Herodes, los corrompidos líderes religiosos Anás y Caifás. En ese panorama sombrío hay excepciones: parece que, según el testimonio del historiador Flavio Josefo, Felipe, virrey de Iturea y Traconítide, se distinguió por su justicia; mientras que de Lisanio, virrey de Abilene, nada sabemos (se quedaría en una gris indiferencia). Pero el balance final no puede ser más desalentador. En todo caso, esa mezcla de bien, mediocridad y (mucho) mal, nos recuerda que el mal, como el bien, no son consecuencia de un destino ineludible, sino el resultado de la voluntad humana, que es la que provoca la sombras, construye los muros, tuerce los caminos y produce las desigualdades injustas.

La segunda pregunta que podemos hacer es, si el Señor viene a salvarnos de todos esos males, ¿por qué debemos nosotros empezar con la tarea?  Precisamente porque es nuestra libertad herida la que provoca el mal, es necesario que ella misma se disponga a recibir la sanación: no podemos realizar hasta el final esa tarea, no podemos salvarnos a nosotros mismos del pecado y de la muerte; pero podemos prepararnos para recibir la gracia de la salvación, el perdón y la vida eterna, reconociendo nuestros pecados y nuestra impotencia ante la muerte. Disponernos a la venida del Señor, preparar sus caminos, significa reconocer que es el Señor que viene el que nos salva con su gracia, pero que nuestra libertad herida tiene también la responsabilidad de hacer que esa venida resulte eficaz o se acabe frustrando.

Por todo esto, el grito de Juan es a la vez un grito de advertencia y de júbilo: por mucho mal que pueda haber, es posible ver la salvación de Dios. Advertencia y júbilo hacen de ese grito desgarrador un grito esperanzado.

La esperanza de Israel, bellamente expresada por el profeta Baruc, está a punto de cumplirse. Y nosotros, que vivimos ya en el tiempo del cumplimiento, tenemos que realizar continuamente el ejercicio de abrirnos a ella, pues el Señor sigue viniendo de múltiples formas a nosotros: en la Palabra, en la Eucaristía, en las circunstancias de nuestra vida, especialmente en el rostro de nuestros hermanos necesitados. Abrirnos a esa presencia significa también comunicarnos con Dios, orar, como nos recomienda hoy Pablo, rezando unos por otros y por todo el mundo, con la certeza de que el Cristo que viene y al que anuncia Juan el Bautista, es luz y camino. Es precisamente en el desierto de la oración en donde es más fácil escuchar la voz del Profeta que abre el camino a la Palabra. Unidos a Cristo, Palabra encarnada, iniciamos un proceso que no está exento de dificultades y sinsabores (no es tarea fácil elevar valles y abajar montañas…), pero que con la confianza de que esa obra buena que Él ha empezado en nosotros (por el bautismo y por el camino de la vocación de cada uno), él mismo la llevará a término, haciendo de nosotros pequeñas lámparas que transmiten la luz de Cristo, para que todos puedan ver la salvación de Dios.