Esperanza en la dificultad. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el 1 domingo de Adviento

Volvemos a empezar. Comienza el tiempo de Adviento. Desempolvamos una vez más la virtud de la esperanza. La esperanza es nace de la confluencia de dos dimensiones esenciales de nuestra existencia: su condición temporal, por la que estamos naturalmente orientados al futuro; y nuestra intrínseca limitación o imperfección, por la que el discurrir temporal está erizado de dificultades y obstáculos. La esperanza es virtud porque es realmente fuerza (virtus) cuando nos sentimos amenazados, rodeados de peligros, a punto de sucumbir. La esperanza da la fuerza para no rendirse, para vislumbrar luz al final del túnel, para creer que, a pesar de los pesares, todo acabará bien.

El profeta Jeremías, que nunca se cortaba a la hora de anunciar desgracias a causa de la infidelidad del pueblo, precisamente ahora, cuando Jerusalén está a punto de caer en manos del enemigo, alimenta la esperanza: Dios cumple sus promesas, promesas de salvación. A la infidelidad e injusticia del pueblo, responde Dios enviando a un hijo de David que hará justicia y restaurará Jerusalén, que será llamada precisamente “Señor-nuestra-justicia”.

Jesús, el vástago hijo de David, que cumple las promesas de Dios de justicia y salvación, nos sitúa hoy también ante un escenario de crisis. Se trata además de una crisis de dimensiones cósmicas, puesto que el significado salvífico de Cristo transciende los límites de un pueblo o una época y adquiere significado universal. No es necesario tratar de situar esos acontecimientos cósmicos en un determinado momento de la historia. Cataclismos de un género u otro se producen siempre. Y cada ser humano puede experimentar de múltiples formas cómo se tambalea bajo sus pies lo que le parecía más sólido y seguro. Puede suceder en el ámbito de las relaciones, de la economía, de la salud, de las convicciones políticas… Experimentamos de muy diversos modos la fragilidad de las cosas que nos prometen seguridad. Y nos asaltan entonces la angustia y el temor. Podemos sentir la tentación de evadirnos y narcotizarnos (el vicio y la bebida, dice Jesús, realidades que nos alienan), o poner nuestra confianza en bienes, necesarios pero pasajeros y que, aunque tengan su importancia (lo agobios de la vida, el bienestar, el dinero), no nos pueden salvar. Pero ceder a esa tentación (a la que tantas cosas nos empujan) es caer en una trampa, que nos impide, además, superar el temor ante las dificultades, porque ponemos nuestra esperanza en realidades que no salvan: si es concebible que se tambaleen el sol, la luna y las estrellas, tanto más esas cosas en las que solemos depositar nuestra confianza.

Jesús nos exhorta a que, sin dejar de ocuparnos de nuestros quehaceres cotidianos, permanezcamos en vela respecto de las dimensiones más esenciales de nuestra vida. Velar significa vivir con clara conciencia de lo que realmente importa, y significa también, entre otras cosas, orar: elevar la mirada y el corazón al Dios que cumple sus promesas, y que las ha cumplido precisamente en Jesús, que ha venido en la humildad de la carne, y que ha de venir con poder y majestad.

El temor no lo provoca la venida del Señor, sino la falsa confianza en cosas y bienes que no son en realidad estables y acaban hundiéndose, porque no pueden superar el abismo de la muerte. El Señor viene a nosotros, y lo hace además cotidianamente, eliminando todo temor: no pueden temer lo que han puesto su confianza en el que ha entregado su vida por todos y ha vencido así a la muerte para siempre.

No puede ser temor lo que suscita el Señor que viene, cuando viene lleno de amor. “Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos” les dice Pablo a sus cristianos de Tesalónica. El cumplimiento del que hablábamos al principio y que se realiza en Cristo, va más allá de la justicia, al menos de una justicia meramente jurídica, y se convierte en un don que nos llena por dentro, y que rebosa y se desborda hacia los demás: es amor mutuo; y sin límites: es amor a todos, amigos y enemigos, cercanos y lejanos, buenos y malos, justos y pecadores. Y es que todos somos pecadores, y todos somos justificados, hechos justos, en la medida en que nos dejamos llenar de ese amor. Aquí encontramos la realidad firme y segura, que nunca cede ni se tambalea, en la que podemos poner nuestra confianza y que alimenta nuestra esperanza frente a toda amenaza, porque, como hemos dicho, ha vencido a la muerte: sólo el amor la vence, y por eso la esperanza no desilusiona por el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5).

Es cierto que este amor es un don que nos plenifica y nos fortalece, nos purifica (nos hace irreprensibles por medio del perdón), pero, al mismo tiempo, exige del concurso de nuestra libertad, requiere que asumamos nuestra responsabilidad, que tomemos decisiones para progresar en el camino del bien. Por eso, Pablo exhorta a los tesalonicenses a proceder como él les ha enseñado. Lo hace en la perspectiva de la segunda venida del Señor: “cuando Jesús, nuestro Señor, vuelva”. Pero podemos entender esta venida en un sentido más inmediato y ligado con la misión de la Iglesia que nos compete a todos: colmados y rebosantes de amor, fortalecidos internamente, nos convertimos en cierto modo en esos santos que acompañan al Cristo que viene y se manifiesta al mundo por medio del testimonio de amor mutuo y amor a todos. Mostramos así que, aunque caigan el sol, la luna y las estrellas, existe en nuestra vida un fundamento firme y estable, más fuerte que la muerte, que alimenta nuestra esperanza y nos hace superar todo temor.