Cristo Rey y el poder del amor. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 34, Jesucristo, Rey del universo.

La primera y la segunda lectura de la liturgia de hoy nos invitan a reflexionar sobre el poder. Se habla, en efecto, con
insistencia de él: poder real, dominio, sometimiento; y, además, un poder no pasajero, sino eterno, sin fin, por los
siglos de los siglos.
Solemos hablar de poder con un deje de desprecio, pensando sobre todo en el poder político. Probablemente también
con una secreta envidia, porque el deseo de poder, al fin y al cabo, junto con la inclinación al placer y la necesidad de
prestigio, es uno de los deseos básicos y naturales del ser humano.
El desprecio procede de que el que tiene poder está por encima de los demás y los somete de un modo u otro. Y como
en la cúspide solo pueden estar unos pocos, las más de las veces nos encontramos entre los sometidos, que es algo que
no suele agradar. Pero la secreta envidia, esto es, el deseo de eso que externamente despreciamos, se debe a que, por
un lado, de un modo u otro, todos aspiramos a ello; y, por el otro, “poder” significa posibilidad, capacidad de hacer y
decidir, a diferencia de la impotencia. Y nuestra condición de seres libres requiere espacios de decisión y de acción,
es decir, de poder, para realizarse.
El poder así considerado no es algo en sí mismo malo, sino necesario y, por tanto, bueno. El problema es que está
tocado, como todo en este mundo, por el pecado original, y de ahí vienen sus perversiones. Incluso en las formas más
democráticas de poder (es decir, las teóricamente controladas por los sometidos), se producen abusos y corrupciones.
Con frecuencia, el poder personal (por poco que se tenga) se usa para autoafirmarse frente o contra los demás. Y el
poder social y público, en vez de servir al bien común, suele servir a intereses particulares ilegítimos. En síntesis,
también el poder humano necesita ser redimido y salvado.
La paradoja de este discurso sobre el poder en la Palabra de Dios hoy está en que, por un lado, se atribuye al Hijo del
Hombre, a Jesucristo, un poder real, definitivo y total: Él es el Todopoderoso. Pero, por el otro, se nos presenta en la
situación inversa; preso, sometido, amenazado de muerte por los poderes religiosos y políticos que debería salvar.
Pero es que es precisamente en esta situación en donde se está realizando esa salvación, la redención del poder.
Jesús no niega su condición de rey, es decir, de depositario de un poder real. En su situación de impotencia, no puede
no suscitar la extrañeza de Pilato, que le interroga sobre esto. La pregunta con la que responde Jesús alude al sentido
en que interroga Pilato: si pregunta por un reinado puramente político (“¿dices esto por tu cuenta?”), o por un reinado
mesiánico (“otros –los judíos– te lo han dicho de mí”). Cuando finalmente Jesús contesta, afirma, sí, su realeza, esto
es, su poder, pero indica con claridad que este se distingue radicalmente de los poderes de este mundo. Si estos últimos
se caracterizan por su capacidad de coaccionar, presionar, aplastar y, en caso extremo, destruir y aniquilar, Jesús
afirma un poder creador y que, renunciando a toda violencia (su guardia no lucha para defenderlo), lo que hace es
entregar su propia vida en testimonio de la verdad. El testimonio auténtico y supremo es el martirio, y este es el verbo
(“martiréso”) que, en el Evangelio de Juan, se usa para expresar el testimonio de Jesús. El testimonio de la verdad no
es el de una verdad teórica, sino de la verdad de Dios, que no se impone por la fuerza, sino que llama por medio de la
palabra, apelando y la libertad de cada uno.
El reinado de Cristo, su poder, no es de este mundo, pero está en este mundo, ha venido con Él, y su testimonio
podemos verlo, y su Palabra podemos escucharla y aceptarla, hacerla nuestra. Y, al hacerlo, participamos nosotros
mismos de este poder, el poder de dar la propia vida por amor, de ser testigos del amor de Dios, manifestado en Cristo
Jesús, del poder hacernos hijos de Dios (cf. Jn 1, 12). Y este es un poder que no coacciona y somete, sino que sirve,
se entrega, el que finalmente vence. Esto es lo que celebramos en esta solemnidad de Cristo, Rey del Universo.