Podemos preguntarnos: esos tiempos difíciles de los que habla Daniel y que Jesús
describe de modo tan elocuente, por medio de emociones fuertes y cataclismos cósmicos,
¿cuándo se han dado, o cuándo se darán? Jesús mismo dice que “no pasará esta generación
antes de que todo esto se cumpla”. Y esto parece indicar que esos tiempos difíciles son
precisamente los nuestros, porque cada generación tiene los suyos. Es la situación
permanente del mundo y de la humanidad, debido a su propia limitación, y especialmente
debido a la limitación moral del pecado, que nos aliena de Dios, del fundamento firme y
de este mundo, y nos hace sentirnos a la deriva. El apartamiento de Dios, nuestra ceguera
para percibir su presencia, multiplica la sensación de incerteza, inseguridad y caducidad.
Porque es un hecho que este mundo en el que vivimos es caduco y pasa, siquiera sea por
el hecho cierto de que nosotros pasamos por él.
No sabemos ni, al parecer, podemos saber cuándo será el fin del mundo. Al decir Jesús
que ni los ángeles, ni siquiera el Hijo lo saben, parece que nos está sugiriendo que no nos
rompamos la cabeza con esta cuestión, y menos aún que prestemos atención a los agoreros
y falsos profetas que creen poder pronosticar ese final. En cambio, nos llama a discernir
con detenimiento los signos de esa caducidad, que nos rodea siempre. Es verdad que hay
ocasiones en que la sentimos de manera especialmente aguda y patente, en que nos parece
que el mundo se hunde bajo nuestros pies: en situaciones de guerras o de catástrofes
naturales, como terremotos e inundaciones (como la reciente DANA en España), en que
la destrucción y la muerte se multiplican y sentimos lo vulnerables y débiles que somos.
Pero, en realidad, esa debilidad y vulnerabilidad nos acompañan siempre, aunque en
situaciones más estables tendamos a olvidarlas o a ignorarlas, con la ilusión de que
tenemos el pleno dominio. Sin embargo, el espíritu de discernimiento al que nos llama
Jesús nos permite ver los signos, no tan fuertes, pero evidentes de lo pasajero de nuestra
vida en este mundo.
Pero la Palabra de Jesús, igual que la de Daniel, no se pronuncia para asustarnos o
amenazarnos, sino para abrirnos los ojos a los otros signos, que también nos rodean, que
hablan de la asistencia y la presencia de Dios, y que deben ser también objeto de nuestro
discernimiento. Daniel nos avisa de que en estos tiempos difíciles no estamos dejados de
la mano de Dios, sino asistidos por el gran arcángel Miguel, que lucha contra el Maligno
y lo derrota. Es decir, Dios se ocupa de nosotros, nos ayuda para que no sucumbamos y
obtengamos la salvación. Y en la dificultad nosotros tenemos una responsabilidad y
podemos tomar partido: ser servidores de los bienes pasajeros, y ser de los que promueven
la perdición del mundo o, por el contrario, uniendo nuestras fuerzas con Miguel, cooperar
en la obra de la salvación, convertirnos nosotros mismos en ángeles, enviados para
favorecer, como dice el profeta, la causa de la justicia y la sabiduría y la luz del evangelio.
Esa toma de partido también podemos entenderla como una participación en el sacerdocio
de Cristo. Jesús es el gran y definitivo enviado por Dios para realizar hasta el final la obra
de la salvación. Lo ha hecho entregando su vida en el altar de la cruz para libraros del
pecado y de la muerte, consecuencia de aquél. Por ese sacrificio Jesús nos ha obtenido el
perdón, y participar existencialmente de su sacerdocio significa ejercer el perdón de las
ofensas, ser verdaderos agentes de reconciliación.
En este final del año litúrgico, la Palabra de Dios nos llama con urgencia a realizar una
opción: entre la caducidad de las cosas que pasan, en medio de las cuales realizamos
nuestra existencia y las palabras de Jesús, que no pasarán nunca, y que hacen la presente
en este mundo los bienes permanentes a los que aspiramos, se nos llama a elegir esto
último. No porque despreciemos los bienes pasajeros que necesitamos para ir pasando
por esta vida, sino porque no les entregamos nuestro corazón ni ponemos en ellos toda
nuestra esperanza.
Elegir los bienes que no pasan, las palabras de Jesús que nos dan la vida eterna, significa,
en definitiva, vivir el mandamiento del amor, que se expresa con una fuerza especial en
la capacidad de perdonar, como Dios nos ha perdonado.