Los pequeños gestos que cambian el mundo. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 32 del tiempo ordinario.
¿Qué tiene de extraordinario el que una mujer le dé a un desconocido un poco de agua y un panecillo, hasta el punto de merecer ser esto recogido en la Biblia, como parte de la revelación de Dios al mundo? Lo extraordinario es, por un lado, la situación de extrema necesidad en que se encontraba la mujer, una necesidad que la amenazaba de muerte, a ella y a su hijo. Se trata de un gesto de generosidad, precisamente extraordinaria, capaz de salir de sí misma, de la propia necesidad para remediar una necesidad ajena. Pero, además, hay en este gesto algo igualmente extraordinario: la capacidad de escuchar, confiar y recoger la palabra profética, que, siendo humana, procede de Dios y promete que el Dios de Israel no se dejará vencer en generosidad.
Y lo mismo, y más, sucede en el caso que nos narra el Evangelio de este domingo. Jesús pone de relieve la calidad de la acción de la pobre viuda, orillando la cantidad (que otros subrayaban, echando muchas monedas en los cepillos metálicos del templo, que hacían mucho ruido y llamaban la atención sobre el “generoso”). Decimos que más, porque en este caso no hay promesa de una futura asistencia milagrosa como respuesta a esa ofrenda “de todo lo que tenía para vivir”. La confianza en la providencia generosa de Dios se hace incluso sin el apoyo de la palabra profética, aunque, a cambio, merece la alabanza de Cristo, que también introduce ese pequeño gran gesto de una pobre y anónima viuda en la historia de la revelación de Dios al mundo. En la viuda de Sarepta y en la pobre viuda del evangelio están reflejadas y representadas la multitud de las gentes que, en silencio y sin hacer ruido, realizan actos extraordinarios de generosidad todos los días. No hacen ruido, pero llaman la atención del mismo Dios.
Solemos decir que Dios no mira las apariencias, sino el corazón (cf. 1 Sam 16, 7), pero resulta que, en Jesús, lo hace con ojos humanos, y nos enseña y nos llama a hacer nosotros lo mismo. Para ello hay que aguzar la mirada espiritual y no dejarse deslumbrar por las apariencias externas. De hecho, Jesús repara en el gesto de extrema, pero escondida, generosidad (pese a la insignificancia de la cantidad ofrecida) de la pobre viuda después de habernos advertido contra la voluntad de hacerse ver y notar, de buscar reconocimiento y ocupar los primeros puestos, es decir, de advertirnos contra la búsqueda compulsiva del relieve social. Cuando se atiende solo o sobre todo a la apariencias externas, uno está inclinado a “usar” a los demás y al mismo Dios como medios para los propios fines. De ahí las alusiones a la explotación de los pobres (las viudas), y a los largos rezos como mera exhibición, como manipulación y propaganda. Solo curados de estas vanidades es posible afinar la mirada para descubrir lo que realmente vale, aunque esté escondido en apariencias insignificantes.
Y es que, realmente, la vida humana se decide en los pequeños gestos, en las acciones cotidianas, en apariencias insignificantes. Si soñamos con acciones grandiosas y heroicas con las que podríamos alcanzar la gloria humana, lo más probable es que la vida se nos escape en una vana espera, mientras desaprovechamos los momentos reales en que la vida real consiste. Además, descuidando esos momentos menudos, sucederá que no estaremos preparados para reaccionar adecuadamente, si es que esos grandes momentos se presentan. No es importante llegar a ser famoso, reconocido, poderoso, alabado…, sino que hemos de procurar ser auténticos, coherentes, honestos, generosos… Los “grandes” hombres (y mujeres) pueden hacer mucho bien, pero también mucho mal. Por eso, lo importante es hacer el bien que podamos en las circunstancias concretas de nuestra vida, los más de las cuales serán “normales”, insignificantes, sin especial relieve. Y esas circunstancias se hacen significativas cuando se llenan de esos valores que realmente mejoran el mundo. Y nos mejoran a nosotros, preparándonos para poder responder adecuadamente, si se presentan, a esas situaciones extraordinarias que requieren heroísmo y grandeza de alma.
La viuda de Sarepta y la pobre viuda del Evangelio hicieron de lo en apariencia insignificante algo extraordinario, porque en su generosidad dieron más que agua, pan o unas monedas: se dieron a sí mismas. Y en esa actitud auténtica vemos el reflejo de la generosidad extrema de Dios para con la humanidad, que, en Cristo Jesús, se ofreció una sola vez y del todo, para quitar los pecados de todos y mejorar definitivamente este mundo, dándole la salvación.