El fundamento por el que hay que amar al Señor Dios con todo el corazón, con todo el alma y con
todas las fuerzas es que es solamente uno. Si hubiera muchos dioses, como creían en las culturas
entorno a Israel, el corazón (y el alma y las fuerzas) del ser humano andarían divididas y el amor
a Dios se debilitaría.
Moisés exhorta al pueblo a guardar en la memoria esta verdad capital, fundamento de una vida
dichosa y fecunda. Parece que nuestro tiempo la ha olvidado, incluso la ha borrado de su memoria,
probablemente porque ha perdido la capacidad de escucha, de escuchar la voz del Señor que suena
por medio de la conciencia, de los profetas, de la revelación que transmite la Iglesia. No
escuchamos porque hay demasiado ruido, muchos falsos dioses que dispersan nuestras fuerzas y
nuestra atención.
Pero, aunque nosotros nos olvidemos de Dios, Él no se olvida de nosotros. Al contrario, se hace
cercano y viene a nuestro encuentro, y no solo por intermediarios más o menos autorizados, sino
que ha venido en persona, enviando a su propio Hijo Jesucristo. Como afirma la carta a los
Hebreos, contemplando a Jesús bajo el prisma sacerdotal, su mediación es la última y definitiva,
además de ser (valga la paradoja) una mediación inmediata, en el sentido de que, por medio de la
humanidad de Cristo, Dios mismo se ha hecho presente entre nosotros.
El “escucha Israel” del Deuteronomio llama ahora a acoger una Palabra que es de Dios, pero que
suena con voz humana, que no inspira temor, sino confianza y facilita la comprensión. Es lo que
sucede en el cordial diálogo entre Jesús y el escriba que le interroga por el mandamiento principal.
En el intrincado sistema de mandamientos (248) y prohibiciones (365) en que había derivado la
ley mosaica, es natural que hubiera distintas interpretaciones, especialmente en los frecuentes
casos de conflicto. Pero Jesús no contesta como un jurista, sino como un profeta, y más que un
profeta, como uno que tiene autoridad para hablar desde sí mismo la Palabra de Dios. Es la
revelación definitiva que reclama nuestra atención y nuestra escucha.
Lo que debemos guardar en nuestra memoria y poner en práctica para que nos vaya bien, en el
sentido de no malograr nuestra vida, al margen de que nos vaya mejor o peor en otros aspectos,
Jesús nos lo recuerda de manera literal: El Señor Dios es el único Dios y Señor y, por eso, debemos
amarlo con todo el corazón, con todo el alma, con toda la mente, con todo nuestro ser. Pero este
amor total y exclusivo no es un amor excluyente, sino al contrario. Al refrescarnos la memoria,
nos ensancha también el corazón, y nos ofrece el corolario necesario de ese primer amor: si
amamos así al Señor y Dios único, que es el creador de todo, y el Padre de todos, ese amor no
puede no difundirse a aquellos a quienes Dios ha creado y ama, y a quienes, en Cristo, hace hijos
suyos y, por tanto, hermanos entre sí, todos prójimos, esto es próximos, miembros de una misma
familia.
El Dios que reclama nuestro amor, lo hace porque Él, que es amor, nos ama incondicionalmente.
Y ese amor suyo hacia cada uno de nosotros, es el fundamento del amor de sí: soy una criatura de
Dios, fruto de su amor, soy amable, digno de amor. Pero, a diferencia de Dios, yo no soy único,
sino igual a todos los demás, también amados por Dios, por lo que debo amarlos con la medida de
igualdad del verdadero y sano amor de sí.
El amor es lo más importante de la vida. Y, si lo entendemos, como lo entendió el escriba, estamos
cerca del Reino de Dios, porque estamos cerca de Cristo, en quien descubrimos que Dios no se
olvida de nosotros.