“Maestro, que pueda ver”. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 30 del tiempo ordinario

El texto del ciego Bartimeo se encuentra en el Evangelio de Marcos justo antes de la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, es decir, justo antes de su pasión, muerte y resurrección. De ahí que el episodio se desarrolle en Jericó, a unos 27 km de Jerusalén, paso obligado hacia la ciudad santa. El cuadro que nos presenta Marcos se puede entender sencillamente como un acto de misericordia de Jesús hacia un hombre ciego, pobre y marginado (“sentado al borde del camino”), que suplica ayuda y que, ante la incomprensión de muchos (que lo regañaban para que se callara), encuentra la respuesta de Jesús, que lo escucha, lo llama, deja que el ciego se exprese (respetando su dignidad y su escasa pero real autonomía), y finalmente le concede lo que pide. Así, Jesús nos enseña a no acallar los gritos de los pobres y marginados, sino a atenderlos activamente, para remediar en lo posible las situaciones de marginación.

También podemos entender el texto como un proceso de fe, en el que el ciego pasa de una vida pasiva y dependiente, de mera supervivencia y marginalidad, a una vida autónoma y en el seguimiento de Cristo: “le seguía por el camino”.

Pero todo el contexto en que se encuentra el episodio nos invita a una lectura en que, sin negar todo lo anterior, descubrimos una llamada a los discípulos de Jesús (de entonces y de ahora) a reconocer la propia ceguera, que impide un seguimiento pleno, para que, curados, podamos seguirlo realmente hasta el final y con todas las consecuencias. Seguir a Jesús significa entender, aceptar y asumir su mismo modo de vida, y esto también en las dimensiones esenciales de la misma. Y lo que hemos contemplado en los domingos anteriores es precisamente la incapacidad radical de los discípulos más cercanos para entender ese modo de vida, los valores que propone y su misma persona y el mesianismo que representa.

Los anuncios de su pasión (cf. Mc 8, 21; 9, 31; 10, 33) chocan con el rechazo y la incomprensión de los doce. Y ante cuestiones capitales ligadas al Evangelio sucede tres cuartos de lo mismo: sobre el matrimonio (y el celibato, en la versión de Mateo), como expresión de un amor fiel e incondicional, basado en el plan de Dios; sobre las riquezas como peligro, frente a la generosidad y el desprendimiento; sobre el poder, al que Jesús contrapone la libertad de hacerse servidor, incluso esclavo. En todas estas cuestiones los discípulos expresan desacuerdo, extrañeza, espanto, y no ocultan su ambición y su deseo de poder. Jesús les instruye con paciencia sobre todas estas cuestiones, que es lo mismo que decir que trata de curarlos de sus cegueras.

Y es que podemos ser cristianos, admiradores y seguidores de Cristo, pero, como nos descubre el Evangelio, ser ciegos para aspectos capitales del mensaje de Jesús, y, como de hecho sucede también hoy, rechazar la cruz y poner en cuestión, a veces en la teoría, a veces en la práctica, el mensaje evangélico sobre el matrimonio y el celibato, sobre la riqueza y sobre el poder. Y, entonces, somos ciegos que se ponen al margen y, pese a las apariencias, no caminamos realmente siguiendo a Jesús que, no lo olvidemos, va camino de Jerusalén, ya sabemos a qué.

Bartimeo es hoy para nosotros maestro y profeta. Porque es un ciego y un marginado que reconoce su ceguera y no se conforma con su marginación. Y, por eso, pide a gritos a Jesús que tenga compasión de él. Los gritos expresan los propia situación (de incomprensión, de incapacidad de ver) y el deseo de cambio. Pero los gritos molestan, y hay quienes quieren acallarlos, como cuando se dice que nada puede cambiar, que no hay que complicar las cosas, que hay que resignarse, que mejor dejar las cosas como están… Pero Bartimeo, el hijo de Timeo ­–el hijo del honor, de todas las falsas expectativas sobre la sexualidad, la riqueza y el poder, que nos ciegan– sigue gritando, porque reconoce su ceguera y quiere salir de ella, en busca de otro padre, el del “hijo de David”, que es el mismo Dios.

Jesús, sumo sacerdote compasivo, que conoce nuestras debilidades, porque las ha asumido, no hace oídos sordos: escucha, llama y pregunta. Pregunta lo obvio: “¿Qué quieres que haga por ti?” Es la misma pregunta que hizo a los hijos del
Zebedeo. Pero ellos querían poder, y este quiere abrir los ojos y comprender lo que le está de momento vedado: quiere la fe, y eso significa que la fe ya ha anidado en su corazón, y por eso recobra la vista y puede seguirlo por el camino.

Bartimeo nos enseña a reconocer nuestras cegueras, a comprender que nuestros desacuerdos con la enseñanza evangélica es signo de que todavía no vemos lo suficiente, y que tenemos que pedirle a Cristo, si es preciso a gritos, que nos cure y nos haga ver. Para ello, debemos desprendernos del manto, signo de nuestra vida pasiva y marginal, de nuestras falsa seguridades, para poder seguir a Jesús con un amor incondicional (en el matrimonio o en el celibato), con desprendimiento y generosidad, con espíritu de servicio, para entrar en Jerusalén y llegar a ser de verdad (como al final lo fueron los apóstoles) partícipes de la muerte de Jesús en la Cruz, para ser testigos de su Resurrección.