El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 29 del tiempo ordinario
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El Siervo de Yahvé es una profecía de Cristo. En uno y en el otro vemos con claridad que hacer el
bien no es una actividad pacífica y sin conflictos. Porque hacer el bien significa también oponerse
al mal, y esto conlleva luchas y confrontaciones, significa, como dice Isaías, “cargar con los
crímenes” de los malvados, en el sentido de cargar con sus consecuencias y ser objeto de los
mismos. Oponerse al mal de verdad puede hacerse solo con la fuerza del bien pues, en caso
contrario, el mal se reproduce y se multiplica. Y oponerse al mal con la sola fuerza del bien puede
dar la impresión de “jugar en desventaja”, pues en esta situación el bien se atiene, por así decirlo,
a las reglas del juego, mientras que el mal se concede la (falsa) libertad de contravenirlas cuando
le conviene.
La figura del Siervo de Yahvé, como profecía de Cristo, ya nos dice que esa desventaja con la que
juega el bien frente al mal es más aparente que real. Jesús “pasó haciendo el bien” (Hch 10, 38) y,
en consecuencia, cargó con todas las consecuencias del mal, pero sin ceder a sus embates, de modo
que “ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado”; como dice Isaías,
entregó su vida como expiación, y por eso mismo, verá su descendencia (en la Iglesia), prolongará
sus años y verá la luz (en la Resurrección), lo que el Señor quiere (el rescate de todos, la
justificación de muchos) prosperará por su mano.
Sin embargo, esa falsa desventaja del bien sobre el mal tiene una fuerte apariencia de realidad si
miramos la situación “de tejas abajo”, como solemos hacer. Pero no es así, si ampliamos el
horizonte de nuestra mirada, que es a lo que nos invita Jesús al llamarnos a creer en Él, el Hijo de
Dios, y, por tanto, en un Dios que es verdaderamente Padre. “De tejas abajo” nuestra mirada se
detiene en la muerte de Jesús en la Cruz, víctima del mal y de la injusticia. Pero la fe en la
resurrección nos enseña que el bien incondicional, que no cede ante los embates y las tentaciones
del mal, es más fuerte que todo mal, incluso que el mal supremo de la muerte.
Jesús nos lo enseña con el ejemplo de su vida. Pero nosotros tenemos que aprenderlo, y no nos
resulta fácil. Aunque somos, como los apóstoles, sus discípulos, nos acercamos a Jesús desde este
mundo “de tejas abajo” e, incluso creyendo en Dios y en Cristo, estamos dominados por la lógica
de este mundo, que nos dificulta muy mucho entender la lógica de la cruz de Cristo, que es la
lógica del amor incondicional.
El diálogo de Jesús hoy con Juan y Santiago, y después con el resto de los doce, es un claro ejemplo
de esta incomprensión nuestra, y del modo en que Jesús nos ayuda a superarla. Santiago y Juan y
el resto de los apóstoles, seguidores de Jesús, están claramente alineados a favor del triunfo del
bien (la verdad, la justicia, la fraternidad). Pero todavía tienen la mentalidad de un triunfo basado
en el poder y la fuerza. Si la causa de Jesús tiene que vencer es, piensan, porque se impone con
poder sobre las fuerzas del mal. Y a ese poder y a esa gloria quieren apuntarse ellos, que en la
mentalidad de este mundo significa ponerse por encima de los demás. De ahí la petición de los
hijos del trueno, que indigna a los otros diez, que se veían por debajo y tenían también sus
pretensiones.
Jesús, Maestro bueno, acoge la petición, pero la aprovecha para lanzarles un desafío: si quieren
conseguir lo que piden, tiene que saber de qué se trata, y no va de un encumbramiento con poder,
sino de un abajamiento, de una entrega hasta el final, hasta dar la vida: se trata de un cáliz de
amargura y de un bautismo de fuego. Su ignorancia unida a su confianza en Jesús los lleva a
aceptar el desafío (“somos capaces”). Y, entonces, Jesús reúne a los doce, es decir, los reconcilia
tras la división provocada por la ambición de unos y otros, y les explica el camino que lleva a la
comprensión de la lógica de la cruz, que es, repitámoslo, la lógica del amor: el camino del servicio.
No se trata de adoptar una actitud servil, que renuncia a la propia libertad y se hace dependiente,
sino que, al contrario, se trata de un servicio libremente elegido: el que quiera ser grande o el
primero, tiene que hacerse por libre elección servidor, incluso esclavo. Porque solo de esta manera
imitaremos al Cristo al que decimos seguir, sólo así nos haremos parecidos a él, que no vino a ser
servido sino a servir, y sólo así cooperaremos eficazmente en el verdadero triunfo del bien, que es
la salvación y el rescate de todos de esas fuerzas del mal que nos dominan, y que él cargó sobre sí
en su Pasión y en su muerte en Cruz, y destruyó para siempre en su Resurrección.