Decíamos hace un par de domingos que no hay que ponerle puertas al campo ni límites al Espíritu.
La salvación viene de Dios por Cristo, pero se puede llegar a ella por diversos caminos. La
salvación de la que hablamos es la plenitud que siempre buscamos en esta vida, que aquí nunca
conseguimos alcanzar, pero que nos mueve a buscar y nos impide quedarnos sentados al borde del
camino. Esa plenitud se podría llamar también un “vida lograda”, una vida no echada a perder,
que, aunque inalcanzable en este mundo, no es una mera utopía que se acaba desvaneciendo con
la inevitable muerte, sino que se nos ofrece como un don del Autor de la vida, y que supera
infinitamente todo lo que somos capaces de pensar e imaginar.
La pregunta del joven (según la versión de Mateo, ni Marcos ni Lucas dicen que lo fuera) hay que
entenderla en este sentido: “heredar” la vida eterna significa recibir como don una vida plena y en
relación con Dios, el único eterno. Es lógico que se ponga en relación la consecución de la vida
eterna con el bien, que el interlocutor de Jesús reconoce en él, Maestro bueno. Jesús le recuerda
que ese bien, que con razón descubre en él, es cosa de Dios, el Bien supremo y fuente de todo bien.
Por eso, para conseguir una vida lograda hay que vivir en sintonía con el Dios bueno y de acuerdo
con su voluntad: hay que vivir bien. Y esto es algo que cualquiera entiende si tiene ojos en la cara
y el corazón en su sitio: los mandamientos constituyen las condiciones mínimas de una vida
decente. Y Dios, con los ojos de Cristo, mira con amor a los que viven o tratan de vivir así. Y el
joven confirma que esa ha sido la norma por la que se ha regido hasta ahora.
¿Qué más se puede pedir? Si eres buena persona y además gozas de una buena posición, es señal
de que Dios te bendice ya en este mundo y de que vas por buen camino. Sin embargo, ya hemos
dicho que la vida eterna supera infinitamente nuestra limitada imaginación. Dios quiere darnos
mucho más que una vida confortable, una vida tranquila en el cuerpo (por nuestra fortuna) y en el
espíritu (por nuestra buen conciencia). Porque estos pilares, con tener su importancia, son
insuficientes. La riqueza humana es inestable y la “diosa” Fortuna es de carácter tornadizo. Las
riquezas materiales pueden perderse con facilidad y por avatares múltiples. Y la buena conciencia
puede resultar engañosa, por ejemplo, farisaica, porque ¿quién es justo y por completo
irreprochable? Recordemos que nadie es bueno, sino sólo Dios.
La plenitud que buscamos no es alcanzable por nuestras solas fuerzas: asegurándonos el bienestar
y la buen conciencia. Hace falta la ayuda de la gracia de Dios, porque “nadie puede salvarse ni dar
a Dios un rescate. Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente
sin bajar a la fosa” (Sal 48, 8-9). Ese “plus” que Dios quiere darnos por pura gracia, por puro amor,
se ha hecho presente en nuestro mundo por medio de Cristo. En Él podemos empezar a
experimentar la plenitud a la que aspiramos. De ahí que le ofrezca a su interlocutor: “una cosa te
falta”. Eso que nos falta y que solo podemos obtener como un don es la fe en Cristo y la decisión
de vivir en su seguimiento. Y aquí encontró este hombre rico y bueno su límite. Estaba dispuesto
a no hacer el mal (los mandamientos), pero no a usar su fortuna con generosidad, para hacer el
bien a los más desfavorecidos, y a vivir en el seguimiento de Cristo. Prefirió su fortuna al don de
la fe.
El comentario de Jesús que suscita la extrañeza y el espanto de los discípulos (para los que la
fortuna era signo de la bendición de Dios) no revela una incompatibilidad absoluta entre el
bienestar material y la fe en Cristo. La salvación sigue siendo cosa de Dios, para el que nada es
imposible. Lo que revelan las graves palabras de Jesús es la verdadera jerarquía de valores del
joven rico: para él lo primero era su propia fortuna y todo lo demás estaba en función de ella. Su
verdadero tesoro era el bien material, y el que solo se encuentra en Dios (y que es el verdadero)
era para él secundario. Era rico, no era malo, pero carecía de sabiduría, que, como nos recuerda la
primera lectura, es el bien principal en este mundo, por encima de todas las riquezas. Porque la
sabiduría nos ayuda a discernir el verdadero valor de las cosas y a establecer una justa jerarquía
entre ellas, entre nuestra preferencias y nuestras decisiones.
Esta sabiduría que viene de Dios se ha encarnado en Jesucristo, Palabra viva y eficaz que nos
penetra hasta el fondo del corazón y nos orienta hacia los bienes verdaderos y definitivos. En la
escucha de la Palabra y su puesta en práctica nos hacemos sabios, ricos con los bienes que nos
hacen degustar ya ahora la vida eterna a la que aspiramos.
En esto consiste el seguimiento de Cristo, que reivindica Pedro, y al que Jesús responde
asegurándonos un enriquecimiento centuplicado ya en esta vida, pues nos convertimos en
miembros de la gran familia de los hijos de Dios, aunque acompañado de dificultades y
persecuciones, pero con la seguridad de estar orientados a la vida eterna. Y esto vale para todos
los cristianos, no sólo para los que dejándolo todo efectivamente, se consagran a Dios en el
sacerdocio o la vida religiosa. Cualquier vocación cristiana adquiere la sabiduría evangélica para
no anteponer nada al seguimiento de Cristo.