Lo que Dios ha unido. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo 27 del tiempo ordinario

El matrimonio (el vínculo entre un varón y una mujer, pues “en el principio creó Dios al hombre, varón y mujer los creó”) es el vínculo más fuerte y más básico de todos los que el ser humano puede establecer con los demás y con el conjunto de la creación.

Es el más fuerte porque abarca todas las dimensiones esenciales del hombre: sus sentimientos (no hay sentimiento más intenso que el sentimiento amoroso entre varón y mujer), su razón (pues el verdadero amor conoce, reconoce, comprende, “ve” lo que una mirada desamorada es incapaz de ver), y la voluntad (pues la relación matrimonial se establece por un consentimiento libre, y con la decisión de vivir para el resto de sus días con la persona amada). Ni siquiera la profundísima relación entre padres e hijos alcanza esta perfección, pues el vínculo paterno-filial carece de esa plenitud implicada en el acuerdo mutuo.

Es, además, la más básica, porque de ella surgen y se desarrollan todas las demás formas de relación: la paterno-filial, entre hermanos y otros familiares, pero también las relaciones sociales en general, porque en la familia tiene lugar la primera socialización, y con razón se dice que la familia es la célula básica de la sociedad. Desde el punto de vista filosófico (de la filosofía del derecho), se puede afirmar que todo el derecho positivo tiene su origen en las relaciones familiares, porque es ahí donde se da la primera forma natural de derechos y obligaciones (entre los esposos y para con los hijos). Por eso resulta absurdo pretender crear “nuevas formas de familia” por la fuerza del derecho positivo, que surge él mismo de la relación matrimonial entre varón y mujer.

En la Biblia se presenta este vínculo matrimonial como querido por Dios desde el principio de la creación, y antes del pecado original. Es decir, el matrimonio no es el resultado de avatares históricos más o menos contingentes (véanse las estrafalarias teorías de Bachofen, Morgan o Engels), sino que pertenece a la médula del ser humano, y responde a la necesidad fundamental de que “no es bueno que esté solo”. Aunque también está vinculado con la naturaleza, que debe conocer (dar el nombre es descubrir el sentido) y dominar responsablemente, este vínculo no remedia su soledad, que requiere de un correlato personal de igual a igual. El curioso relato de la creación de la mujer en Gn 2 (a diferencia de Gn 1, 27, que habla de una creación simultánea de los dos), contra toda interpretación en clave “heteropatriarcal”, subraya en un lenguaje simbólico la total igualdad de varón y mujer: ella es “alguien como él”, y los dos están llamados a ser “una sola carne”, en una unidad que no niega la diferencia (patente en la desnudez), sino que funda una unidad perfecta en el amor.

En esta relación de unión en la diferencia se da la cifra de todas las demás relaciones humanas. Por lo que “lo que Dios ha unido” por medio del matrimonio, puede aplicarse a todas ellas. Dios nos quiere unidos, y no separados, aunque, al mismo tiempo, nos quiere diferentes, y no uniformados. Es el modelo de la relación trinitaria, de perfecta unidad (un solo Dios) en la diferencia de las personas: Dios es amor.

Pero en el ser humano esa unidad es una tarea, y está amenazada por nuestra debilidad, que se expresa sobre todo en el pecado. De ahí que las relaciones más fuertes y básicas sufran y se rompan con frecuencia. Y si eso sucede con la relación más básica e íntima, ¿qué no sucederá con las otras?

La pregunta de los fariseos a Jesús “para ponerlo a prueba” obtiene una respuesta de Jesús que contrasta con las que suele dar sobre otros aspectos de la ley, como el ayuno o el sábado. En estas parece que Jesús relativiza la ley y se inclina por la tolerancia. En el caso del matrimonio, en cambio, Jesús se retrotrae al principio de la creación y, al parecer, endurece la ley mosaica. En realidad, Jesús no aboga ni por una interpretación laxa, en esos casos, ni por una rigorista, en este, sino que en todos ellos lleva la ley a su perfección (cf. Mt 5, 17), que es el mandamiento del amor. Si vivimos en el amor que Dios nos regala en Jesucristo, el proyecto de Dios deja de ser una utopía, es posible realizarlo (pese a las múltiples limitaciones), y se convierte en una fuente de bendición para otros, especialmente y, en primer lugar, para los niños, que nacen de esa relación de amor. Por medio de nuestro amor, por medio del amor conyugal, Jesús mismo abraza y bendice a los niños y a los que son como ellos.

“Que no lo separe el hombre” es un deseo, un mandato y un don que se hace posible en Cristo para el matrimonio, pero también para toda forma de relación humana. Si estamos de verdad en Cristo no nos separaremos ni de nuestros familiares, ni de nuestros amigos, ni de nuestros conciudadanos, tampoco de los extraños, en los que sabremos ver a nuestros prójimos y hermanos, ni siquiera de nuestros enemigos, por los que seremos capaces de rezar y a los que estaremos dispuestos a hacer el bien, si se tercia, porque también ellos son hijos del mismo Padre, que hace salir el sol sobre ellos, igual que sobre nosotros (cf. Mt 5, 45).

Y todo esto es posible porque, aunque surjan conflictos, fruto de nuestra debilidad e imperfección, siempre está abierta la vía del perdón y la reconciliación. Es la que ha abierto Cristo en la cruz, en la que nos ha reconciliado entre nosotros y con Dios, puesto que ha padecido para bien de todos. Al hacerlo, ha superado la separación provocada por el pecado, y nos ha abierto el camino que conduce a Dios.

Si Dios nos ha unido así en Cristo, consigo mismo y entre nosotros, que no lo separemos nosotros.